Devenir
uno
Elegir el río como destino del poema: andar incesante.
dos
El río tiene orillas desde donde mirar.
Lo mismo, el poema.
tres
El poema se apoya en el devenir.
Su movilidad tiene ritmo de río,
donde la palabra permanece.
cuatro
El río es ahora. No tiene regreso.
El poema siempre es mañana.
cinco
El río no ofrece ni quita. Como el poema, navega dentro de sí.
seis
Dicha es saber escuchar el silencio.
Angustia, no poder reconocer la propia voz.
siete
El poema es la esencia. El río, la existencia.
ocho
Es necesario llegar al fondo más oscuro del río.
Descubrir su luz. Lo mismo sucede con el poema.
nueve
El poema enciende, ilumina, funde, quema.
Espejo de sí mismo, no necesita existir por nadie.
diez
En la permanencia de la mirada
el río nos parece eterno.
once
Ni vértigo ni quietud. Sólo imprevisibilidad.
Si el rumbo tiene certeza, deja de ser río.
doce
Más lento el andar del poema.
Para él nunca es demasiado tarde.
Poemas
La culpa
El poema es culpable porque vive al desamparo,
se acalambra de hambre, delira con el frío.
Es culpable porque nos quita el antifaz,
escupe las sábanas de los impostores,
orina sobre los oráculos.
Es culpable porque muda el rumbo de la noche,
se emborracha de miedo,
sustrae a la hiena la carroña de la boca,
conserva la última moneda,
anda desnudo por el inframundo.
Es culpable porque asesina un adjetivo
y reprende al verbo del delito.
Repara con su voz todo aquello que enmudece.
El poema es culpable porque no sabe ser inocente.
Otro camino
Lo que la poesía dice el poeta nunca lo sabrá.
Simulan ir por la misma senda. Pero no.
El poeta responde la pregunta de los otros.
La poesía habla para sí. Es su propio espejo.
El poeta celebra la vida cada mañana,
quiere sujetar el mundo con un puño.
La poesía va desnuda,
en ella el hoy es para siempre.
El poeta vislumbra el rumbo de la pasión,
la sangre derramada en cada batalla.
La poesía no lastima.
El poeta abre los ojos de la conciencia.
La poesía ve más allá. Gobierna la palabra.
Presagio del guerrero
Antes de la batalla, preso de somnolencia
te vuelves enemigo de ti mismo,
susurras palabras imprecisas,
tiemblas con la fuerza de un tambor.
Has ingresado a la región del sueño
en busca de ese animal invisible
que nunca podrás vencer.
Entonces vuelves desnudo al poema,
quebrado por dentro, ya sin furor.
Y buscas una palabra para el desencanto.
Hechicería
Quien ingresa desnudo a la casa de Albina
seguramente retorna del infierno más bello
por la calle de la locura y los pies sangrados.
Ha deseado que se abra otra puerta
y un pandero de luz repique los oídos.
Intuye que un papel vuele de la hoguera
con palabras de la diosa
hasta que la mano estalle como un talismán
en medio de ángeles caídos.
Resiste hasta el último aliento,
clavado en las puntas de su propia cruz.
Ya prestó atención al susurro de las musas,
lavó su herida en una pócima de sal.
El misterio corre ciego tras el verbo.
La hechicería está a punto de revelarse.
El poema queda huérfano antes del amanecer.
La vuelta
Soy el país oscuro, remoto.
Estuve aferrado al silencio,
la vigilia tortuosa y plural.
Para ver, cerraba los ojos.
Lo relativo era minúsculo.
La certeza, trivial.
Lo cotidiano, un viaje infinito.
Cuando vi luz hallé tu nombre.
El profeta
Desde siempre recorre ciudades del mundo.
Observa distante cómo el reino humano
desvanece ante los torpes giros de justicia.
Sabe: nadie avala el derecho de los infelices.
Tampoco cree que la fuerza del Poder
restituya el instante de liberación
que la vida concede a quienes se inmolan
por una causa justa.
Medita sobre los actos innobles
que los hombres acumularon en todos
los territorios y los siglos.
¿Víctimas o verdugos? reflexiona.
¿La historia dice? ¿La memoria calla?
Sabe: la historia no dice, la memoria habla.
Todas las ciudades armonizan con la muerte.
Mi Otro
Nada concluye, menos la locura.
Guardas la lluvia en tus manos. Encadenado,
alzas el pan y lo trozas en partículas de odio.
Multiplicas la sinrazón, asumes la rutina del hospicio,
la prisión de quien no quiere oír,
mendigo del espanto, gota de niebla que cae
por peldaños de olvido. Así transcurre la vida.
Y detrás del muro, yo, anestesiado, ciego.
¿Puedes acaso regresar? ¿Puedo regresarte,
hacerte feliz, comprender tu deseo de amar,
explicar que alguna vez volverás a cruzar el muro
y nadar en el río de la sensatez?
No te das cuenta. Resulta imposible alcanzar la luz.
Me cuesta decir que lo bestial también gobierna.
Y que la libertad es solo un atributo de la muerte.
Simulacro
Halagar el perfume y no la piel
es negar la belleza de la hechura.
Abrigar la razón del necio
es cubrir la luz, atizar el fuego.
Cuando esto sucede
se ama y odia de igual manera.
Entonces transmuta la suerte
y el asesino se reencarna
en otra piel que ya no perfuma.
Lo incierto
Lo verás, compañera. Así de ingrato es el amor.
No podemos inventar una vida nueva.
Alguien insinuará que fuimos cómplices
cuando reinaba el aire de la sabiduría.
Y nos delatará. Nos llamará traidores
al relato de la indecencia.
Entonces seremos victimarios por callar.
Y nos volveremos obsecuentes por tener miedo,
bárbaros por no explicar lo que sabemos,
impíos por alzar la venerable copa del asombro.
No habrá mayor calvario para nuestro juicio
que haberlo perdido
en un partido de naipes entre ciegos.
Y no conocerá indulto la derrota.
La misión
Te has llamado a cuidar al poeta, enfermo de amor.
No es un bello oficio. No tienes posibilidad de salvarlo,
tampoco lo intentes. Sólo sostiene su designio.
Líbralo como al río que lleva la luz, sin regreso.
Déjalo fluir entre sueños tardíos, acaricia la mano temblorosa.
Podrás imaginar trigales y caballos de la infancia,
trasbordos incesantes, avatares de la fe,
la canción que aún adormece a la princesa de hielo.
También conocerás el secreto del pequeño trono de madera,
los tigres del estío, los viejos magos grabados en papel de arroz.
Todo pertenece a ese hombre que te mira con ojos cerrados.
Y tú, allí, aferrada a su hechizo, esperas despertar, ya sin él.
Enero
Bajo una llovizna persistente
en las calandrias y alamedas amanece.
Pisan la breve hierba de la muerte
tres poetas.
Uno, sincero y ácido como el vino pagano
bendice a los que luchan, elevados
del torpe mercadeo. Otro, deambula
por entre los deshechos, a la sombra
del árbol sin patria.
Y aún otro, ajeno al furor de eufemismos,
sin temor y sin dudas, va,
sostenido por la belleza.
Tres poetas que, sin prisa,
han cargado sus adargas y llevan
lo preciso. Uribe, Gelman, Pacheco.
Saben, pero no dicen lo que dice la palabra.
No desean más que la gloria del silencio.
Li-Po en Dangtu
La canoa flota
entre luciérnagas ciegas.
La noche chispea al revés
en el reflejo del vino agrio.
Tiznado de pena
el pescador abraza la luna.
Si deseo dos veces es amor.
Si amo dos veces es locura.
El poeta extraña su canto
en el fondo del río.
Talampaya
Camino detrás del silencio.
Los pasos son cortos, pesados.
En medio de una naturaleza extraña, inmóvil,
el sol cobija mi desamparo.
No intuyo el rumbo. Todo es turbio.
Levanto una piedra, se deshace en mis manos.
Sorbo un trago de agua, se vuelve sal en la boca.
Siento que la vida se extingue, que no hay futuro.
Recuerdo a mi madre, el vaticinio de aquella pitonisa.
El milagro está sujeto a los pies.
Ahora entiendo. Lo único que me salva es el camino.
Ir siempre por él, a contraviento de la adversidad.
Algún día llegaré a la ciudad que no existe.
Lunas
Jamás soñé una noche sin luna.
Bajo su luz todo es posible.
El amor tiene brillo de cuerpos desnudos.
Los pueblos encienden misterios insondables.
Las luciérnagas vuelan más alto.
Los ojos del niño titilan sin temor.
Una noche de plenilunio es puro regocijo.
Si no hubiera luna los pueblos se apagarían.
La mirada del niño sólo ofrecería miedo.
Las luciérnagas no dibujarían parábolas.
Enamorarse sería partir el pan de las bestias.
En mi país hubo noches sin luna.
El terror anidaba en las manos del niño.
Fue galope asesino en cada luciérnaga.
Aniquiló plazas y calles misteriosamente.
Derrotó los cuerpos que alumbraron el amor.
Esta noche mi hija pregunta por qué no hay luna.
Comienza a titilar el miedo.
Tanto desamparo derrumba el último caserío.
El viejo dolor vuelve a padecer aquella enfermedad.
Una luciérnaga atraviesa lo que resta de alma.
Durar
Tu deseo por vivir
tocó lo prohibido
con la punta de los dedos
y de pronto
una falange tras otra cayó
y gota a gota la sangre
y en cada desgarro la sangre
y entre huesitos rotos
la espesa y lenta sangre
ahogó noches y días.
Nunca duró tanto la muerte.
Espejo roto
De mirar una mujer desnuda
un hombre que confía
un perro ladrando el relámpago,
de mirar sólo tus ojos
no el violador de la noche
el bárbaro asesino
las hienas que desearon la tormenta,
no sería un espejo roto
abandonado en el páramo
donde aguardan mis años en desuso.
Sobre la arena
Observo aquellas criaturas.
Saltan la espuma del mar,
ríen, juegan, resisten
por encima
de todos los pesares.
La tarde se pliega
entre nubes rosáceas
horizontalmente felina.
El artificio del lenguaje desoye la brisa.
Distrae.
La vida pierde elocuencia
más acá de los ojos.
Cierro el diario y regreso a la orilla.
No hay olas asesinas al acecho,
casas de fuego devoradas por la memoria,
ángeles y demonios
encerrados en jaulas de papel.
Ante mí, niños ataviados de sol
salto tras salto
ascienden al sueño que no acaba.
Una sombrilla hundida en el médano
sostiene la realidad a este lado del mundo.
Aquellas tardes
Aún endulzan aquellas tardes
el grávido pan de la memoria.
Aquella mansa tierra henchida.
Aquel zarpazo impuro del arado.
Aquella fragancia de la siembra.
El tajamar ardido de perdigones.
La voz del viento en las espigas.
El desvanecido árbol del sueño.
Oh, suave exhalación del alma
cuando te abrazabas al horizonte
bajo el abrigo diáfano de la lluvia.
Madre, ¿recuerdas lo que amaste?
Los girasoles
Con frecuencia los miraba atentamente.
Nada parecía tan estremecedor
que aquellas órbitas amarillas
extraviadas en los muros del crepúsculo.
Nada se parecía tanto a un sueño
cuando el majestuoso silencio del campo
sorprendió al niño desamparado.
Entonces tuve miedo
y corrí llorando a los brazos de mi madre.
Caballo de Vivoratá
Solo
en medio del pajonal
envuelto en bruma,
anclado como un álamo.
Solo
sin jinete en el lomo.
Ojos abiertos al horizonte,
centinelas de su propia sombra.
Solo
entre fango y vizcacheras,
hunde sus patas en el bañado
a la espera de una lluvia lerda.
Solo
en medio de la soledad
apaga el sol con un relincho.
Y hace desaparecer la tarde.
Para no morir
Escribo con el agua
sobre la piedra violácea
del sueño.
El río se deja oír.
Otras voces muerden
la carne viva del ocaso.
Orilla de infierno.
Queda vacía la palabra
y fuga entre hojas
hacia la boca de la noche.
Camino del agua
Escucha la canoa,
habla con voz del agua.
El decir de mi padre
resuena en dóciles remos.
Circulo humedales del monte,
allá lejos,
donde los arroyos desaguan
en la enjundia isleña
y los naranjeros
salen al encuentro del sol.
La voz del agua de la infancia.
Luz y sombra del primer deseo.
Ardoroso temblor de verano
en las espigas del viejo curupí.
Turbia nube se vuelve verde,
más verde todavía
al caer como una exhalación
en el incendio del universo.
Escucha la canoa.
Revela el milagro del regreso.
La tozudez de bogar y bogar.
Atravieso el camino del agua.
Percibo su voz. Diviso Coronda.
Recuerdo el adiós de mi padre.
Allá voy. Ávido de vida y muerte.
Arremete la infancia con su daga.
El melodioso acordeón de las olas
estremece la hojarasca.
En la orilla desgranada vibra el juncal.
No saber
El río persigue lo que no fue dado.
¿Bastarían credo, diálogo, letanía,
ascender al espacio de inmortal verdor?
De haber diluvio, sacramento, caos
en el cielo y en la tierra ¿tendría
la eternidad rumbo de aguas estancadas?
Brotan incontables ojos en medio de la isla.
Alrededores de espuma. La serpiente ignora
y desliza fuego de cometa terrenal. El destino
no acaba en su veneno ni en mi resistencia.
Miro el río. Estremece no saber lo que da.
Pescador del Carancho Triste
El pescador huele a silencio.
Al alba tiende las redes en el anchuroso cauce.
Mansamente rema hacia la otra orilla,
inclina el torso a un costado de la canoa
y recoge desde la hondura los frutos sagrados.
El filo del cuchillo apresura la muerte,
dedos carcomidos hurgan entre anzuelos.
Al mediodía, del aro de metal descuelga la carne
y una olla con grasa caliente la vuelve fritura.
La siesta traspasa la marisma y venera al sauce.
En el rancho el hombre friega la oscura corteza,
dispersa escamas por encima de su compañera.
Fornica como si alzara con regocijo un dorado.
Después regresa al oficio de tallar en el agua.
El pescador nada pide y poco tiene.
En la pobreza reside su donación a la vida.
Atizado por el vino, alardea con el nombre del paraje:
aquí la gente come hasta las tripas de lo ganado.
El carancho vigila, tristísimo, sobre la rama.
La nutriera
La pobre mujer admite la deshonra
cuando la bandera flamea entre sus piernas.
¿Quién se hubiera animado a quitar del mástil
el emblema patrio y convertirlo en calzones?
La infamia cobija policías pendencieros,
burócratas sin escrúpulos, chivatos útiles.
¿Pero una salvaje, que come sábalos crudos
y caza nutrias en meandros del Colastiné,
cómo justifica su afrenta?
¿Y quién la condena? ¿El maestro?
¿El comisario encubridor de cuatreros?
¿El presbítero adúltero? ¿La justicia vacía?
En mi pueblo ocurren hechos extraños.
Lo absurdo no empaña el ritual del asombro.
Garza mora
Serpentea el alba.
Con plumaje de luz
busca la fina porcelana
en el fondo de la laguna.
Abandona su vuelo
quien desde la orilla ignora
la armonía del cosmos fluvial
y comienza a desandar
el quebrantado rumbo del día.
Entre dos cielos,
la vida descansa en una sola pata.
Criaturas de la orilla
Quien se desliza por la orilla es el hombre, no el agua.
Ella está quieta, enlutada de invierno.
Abriga lívidas criaturas deseadas por el cazador.
El párpado no se cansa, intuye lo que vendrá.
Sombras montaraces ondulan el crepúsculo.
El disparo es silbo de viento perezoso.
Un ruido expira entre alas de siriríes que se alzan tras los juncos.
El paisaje transforma el gesto del hombre, no el canto enfurecido.
¿Adónde va la sangre, dónde cae el plumaje sin cuerpo?
El cazador alza la presa sobre el hombro y retorna a la guarida.
Los patos orbitan la orilla. La calma surca el barro.
Sólo el silencio espera la muerte futura.
El agua es la última fortaleza.
Rememoración
Barcas encendidas de codicia
navegan contra viento febril
hasta la gran boca del agua.
Deslumbra lo desconocido.
La hondura de la tierra
presiente al cazador innoble.
Espadas siegan el sueño.
Por gloria de otro dios
izan los rojos pectorales.
Puños de luna y barro
embisten desde los juncos.
La barbarie domina el río.
Relincho del potro
estremece las orillas.
De aquella sangre, el pueblo.
Una cruz al sur, su historia.
Herencia de sol, al norte.
Hoy el río ondula otras voces.
Sobre una cabellera de islas
aún posan pájaros del ayer.
El polvo de la noche cubre
mondaduras de olvido.
Nada he perdido
La infancia bendice aquellos días
y vuelve a encender la mirada
del pasionario
en el mismo sitio donde amar
dolió por primera vez.
Por ella transito sin prisa
la mansa calle de arena
trasmudando
de norte a sur
olores de frutales,
música de almácigos
que levan ardientes
al fondo del verano.
Entre el niño y el hombre
los retazos del corazón
se han vuelto añosos camalotes
y boyan
entre el agua y el silencio.
Nada he perdido.
Sigo aquí, pasajero indolente
que trasborda hacia la isla
y convierte en Caronte
la orilla del milagro.
Aún navego el río de la insensatez,
custodio el sábalo que pendula
cerca del barro, bajo cielo de agua.
Vuelvo a empuñar la voz de mi padre,
el aduanero,
que desgaja la casa de madera
férvida, inmóvil, en medio de la noche.
II
Lo que no pude ser también está aquí.
Más allá del sueño imperfecto
el horror de mis ojos tributa una patria.
Triste la amé sin conocerla,
sucumbí al perdón por no despertar.
Conservo el canto obstinado,
la duda, el miedo, la misericordia.
Nada he perdido.
La única derrota inmerecida es la del corazón.
III
El hombre perdura en la infancia.
Sus dones, ritos, plegarias.
El sacramento del pan,
el conjuro de las tumbas,
fantasmas adormilados,
camalotes plegados al devenir,
tacuaritas que no extraviaron el vuelo,
la calle, los olores, el patio infinito.
Y la mirada, que siempre regresa.
Todo está aquí.
En la embriaguez del dolor zozobra el olvido.
Quien deja este pueblo abandona el mundo.
Deseo
Que me atraviese un país azul
rústico
inmemorial
con aguas animosas
cielos chapoteando la oquedad
y criaturas bienaventuradas.
Enteramente llano.
Un país donde no conozca
promesa ni consuelo.
Ser
Devenir incesante
mudanza de la belleza
búsqueda temblorosa del vacío
sonido asible y oculto
espiral de luz
violencia de lejanas lluvias.
El río es un ojo que no olvida.
Borde de isla
No llego al río.
Permanezco en la antesala
del crepúsculo,
bajo el mismo aire
donde mis manos buscan
la inmanencia del quebranto.
Mis ojos, ausentes de luz,
bucean en turbio remanso
en busca de lo que ya no está.
Como araña enhebro el silencio
en los telares azules del dolor.
Bordeo una isla de cenizas.
En la orilla, párpados de agua
trasponen la frontera sacra.
Crescendo
Voy hacia la luz más alta del río.
Transito el sendero de los pájaros.
La tierra se ha perdido. Nada
sublima este paisaje moribundo
sobre un cielo caído de repente.
Presiento el destino del vuelo.
Se esfuma el árbol. La mirada.
No arrojo corazón ni osamenta.
Dónde
Hay eternidad
donde un árbol
no alcance
su propia sombra.
Zarpazos
Tras cada golpe de espuma
un puño de gorriones
encadena al sol con sus pequeñas alas.
Fosforecen las escamas de los peces
en la blandura del cauce,
donde las redes no acechan
y la luz se ahoga entre zarpazos de agua.
El río es otro sol que alumbra desde abajo.
Soledades
Una isla desierta no altera el tiempo.
A puro sol y luna se nutren los árboles,
el agua, el barro que sujeta los juncos
y la energía bestial oculta en la maleza.
Inspira silencios de intenso verdor.
Se desnuda tras la bruma del oriente
y se cubre con las hojas del crepúsculo.
La isla baldía perdura en el aura del río
y en el hechizo de una selva sin orilla.
Cada criatura intuye su rumbo salvaje.
Sólo la sombra del hombre anda perdida.
Imágenes
Transito el atardecer.
Sobre muros de barro
contemplo
el perfil de la luna, remoto,
suspendido entre hojas de sauce.
Vibra esta hora secreta
al ritmo de los impetuosos juncos
cuando el gran pez
abre la boca de espuma
y devora el último hilo de luz.
La tierra flota
sobre un abanico de estrellas.
Sólo los pájaros desafían
las espadas del cielo
clavándose en la enramada solitaria.
La isla es canto de cigarra
a la espera de una lluvia sin tiempo.
Qué alivio abandonarme,
sentir como desciende la mirada.
Qué deslumbrante hechizo
la luna entre los remansos ocres.
Veo tenderse, rendida, la muerte.
De orilla a orilla
todo se vuelve ausencia.
Un jaspeado viento sur
abre la puerta de la noche.
Infelicidades
No hallarás otras tierras ni otros mares.
La ciudad irá contigo a donde vayas.
Konstantinos Kavafis
I
No culpes a la ciudad.
Fue nuestro pánico
quien abrumó sus calles,
nuestra fealdad
quien cegó los cristales.
Nuestra duda
quien ahogó las voces.
Ella, atravesada
por nocturnos sicarios
es enigma sin rumbo.
II
¿Por qué huyes?
No sientas cobardía.
Mírate al espejo.
Hierático
proyecta tu abismo.
Sin alma,
construyes la trama
del espanto.
III
Por calles en ruinas
audaces esqueletos
ambulan sin tiempo.
Leves escribas del infierno.
No es nuestra congoja
quien los interpela.
Atesoran su vigilia
hasta orillar la muerte.
IV
La ciudad no te pertenece.
Malsano eco
nuestro duelo alberga
la impotencia de una bestia.
No estaremos solos
cuando otro miedo pese.
V
Profusa oquedad
del silencio,
apenas limosna
entre obscenos panteones.
VI
No abandones la ciudad.
Nadie es extraño
donde nunca estuvo.
La cacería
Acechan las sombras en esta ciudad moribunda.
Inciertos corazones laten huérfanos de luz
y hay otros, sin muerte apacible que los ampare.
La desesperanza no se detiene. Cazadora furtiva,
acomete al amor sobre nuestros despojos.
No apagará el último fuego que nos ilumina.
En reversa
Hablan con mi voz, aman con mi corazón,
deambulan de un sueño a otro.
Alumbran lo que la lluvia trae y el río lleva.
Ellos conservan la derrota del olvido,
la ilusión del retorno, los días más felices.
Van tras la huella de años acallados.
Ignoran la ausencia, el grito de los huesos,
las mudanzas del dolor.
El agua despeña, el cielo vacila.
Moja la calle de arena,
la casa crujiente, el patio, los naranjos.
Entonces
mis muertos renacen,
se alzan a compartir los panes del deseo.
Contra viento y marea
I
La palabra desgarra,
grita, alumbra.
II
Desesperar. Seguir siendo.
Quebrarme. Mirar más allá,
a pesar de mí.
Para que pese menos
el silencio.
III
Tiembla el poema
ante quien lo desea.
Espejo abolido
la impaciencia del fuego.
Marejada y hambre
donde crepita el cuerpo
de la palabra.
IV
Perdida al fondo de una página,
no advierte que los párpados
se vuelven muros.
Y el poeta resplandece en el infierno.
Justicia
Creía en la justicia:
aférrate a ella,
único remedio
de los indefensos,
dijo mi hermana
con voz débil.
Amarga y pálida
la agonía
de quien esperó
un remedio inútil.
Comunión
Quien descubra
el poema
y se conmueva
habrá partido
el pan
en dos mitades.
César Bisso
César Bisso (Coronda, Santa Fe, 1952) ha publicado los siguientes libros: Poemas del taller, La agonía del silencio, El límite de los días, El otro río, A pesar de nosotros, Contramuros, Isla adentro, De lluvias y regresos, Las trazas del agua (antología), Permanencia, Cabeza de Medusa, Coronda (antología), Un niño en la orilla, Andares, La jornada y De abajo mira el cielo. Entre otras distinciones literarias, fue premiado en los certámenes José Pedroni, José Cibils, Honorarte, Fundación Acero y Fundación Argentina para la Poesía. Ha integrado diversas antologías nacionales e internacionales. Coordinó talleres de escritura del Rectorado de la Universidad Tecnológica Nacional. Colabora con notas de opinión y trabajos literarios en numerosas publicaciones del país y del exterior. Algunos de sus textos fueron traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán, turco, esloveno y rumano. Fue co-organizador del Primer Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires, celebrado en 1999 e invitado a participar en varias oportunidades en la Feria del Libro de Buenos Aires; en los festivales internacionales de poesía de Granada (Nicaragua), Lima (Perú), Rosario (Argentina); y encuentros culturales en La Habana (Cuba), Puerto Varas (Chile), Montevideo (Uruguay), Caracas (Venezuela), Paris (Francia), Bruselas (Bélgica) y Barcelona (España), entre otros.
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