domingo, agosto 05, 2007

SILVIA GUIARD


Quisiera decir en primer lugar que no concibo a la poesía como circunscripta al acto de escritura. La escritura es la condensación, cristalización o precipitación de una serie de movimientos interiores y experiencias vitales y sensibles, incluyendo desde luego las lecturas. La poesía, pues, no siempre habla, no siempre escribe: a veces solamente escucha, tiende redes, espera. A veces se debate, se comprime, se retuerce debajo de todo aquello que, en nuestras ásperas condiciones de existencia, le impiden manifestarse. Carga sus armas, busca el momento para el salto.

Todo lo que ocurre en el aire (viento, luz, tormenta) o en el cielo me interesa y me afecta, pero son más bien los climas y tiempos interiores los que desencadenan mi escritura.
Quizás sean los días de lluvia o muy nublados los que siempre se me han presentado como “ideales para escribir”. Quizás la noche es más propicia que el día y la tarde más que la mañana. Pero si estoy “en vena” o necesito escribir, lo hago en cualquier momento.
El tiempo más propicio es el tiempo mismo. Quiero decir: el tiempo libre.

Escribo a mano o en la computadora, según el momento, el día, el ánimo o la naturaleza de lo escrito. Puedo empezar a mano y pasar a la computadora y luego imprimir y seguir a mano, etc.
Mi letra manuscrita es muy mala, a veces ilegible. Cuando escribo poesía a mano siento generalmente el deseo de ver las palabras. Uso letra de imprenta, más grande, más prolija, más serena.
Prefiero la tinta negra, punta gruesa.
El libro Quebrada lo escribí a mano, con letra grande, tinta roja.
Puedo igualmente escribir sin soporte alguno. A veces una frase o una imagen aparecen cuando estoy caminando por la calle: paladeo las palabras, las repito, las continúo. Las escribo después. O bien puedo escribir mentalmente en la cama antes de dormirme o al despertarme o si me despierto en mitad de la noche.

 Y ya que nos convoca aquí la palabra infancia, vaya un recuerdo: viajo en auto con mi familia, por la ruta, de regreso de algún paseo. Mis hermanas se han dormido. Yo –que tengo 7 u 8 años y soy ávida lectora de cuentos- miro el cielo estrellado y, aburrida quizás (¿o estremecida?), me invento para mí misma un largo cuento que escribo al llegar a casa.

Fue lo primero que escribí y comenzó con la contemplación del cielo.
Preciso soledad -o cierto aislamiento- en el momento de escribir. Pero he escrito también en bares o en mi lugar de trabajo. Y, por cierto, el diálogo con la palabra poética de otros, sea en presencia (compartiendo juegos) o a través de lecturas ha sido y es fundante de la palabra propia.
A veces necesito silencio. Otras veces escucho música. Clásica sobre todo o jazz (a veces necesito violines o piano o saxo o canto lírico o étnico).
Cuando escribí Quebrada escuché una y otra vez Las cuatro estaciones de Vivaldi. En cuanto a ritos, hay uno que me resulta curioso. Aunque soy naturalmente desordenada -y muy poco eficiente como ama de casa-, muchas veces, cuando quiero disponerme a escribir, necesito barrer. Es como si se estableciera una analogía entre las distintas superficies: el piso, la mesa, la hoja y el espacio mental que deseo despejar.
Los poemas aparecen. Acontecen. Se desencadenan. No hay plan.
Tampoco requieren investigación. Salvo en el sentido en que son fruto de –y están atravesados por- una mirada inquisitiva, curiosa, sobre el mundo y la experiencia de vivir. En ese sentido, los poemas son en sí mismos una investigación, un viaje de exploración en el que avanzo tanteando mi camino con la lengua.
Hay textos -no estrictamente poemáticos- que han surgido a partir del entusiasmo generado por lecturas apasionadas y apasionantes sobre determinado tema y que, en su desarrollo, suscitaron una profundización de esas lecturas. Tal es el caso, por ejemplo, de las notas etnográficas o antropológicas que acompañan el texto principal de Quebrada. O el caso de Tierra Adentro, un ensayo histórico-poético que llegué a escribir después de haber leído mucho sobre la resistencia indígena a la llamada “conquista del desierto”.
No tengo un método que incluya “plan-escritura-corrección” como momentos separados. No me siento necesariamente a corregir los poemas. Soy respetuosa de cierta unidad orgánica de las palabras enunciadas entre sí y con el instante de su enunciación. Confío en esta unidad, lo que equivale a decir que confío en aquello que trabaja en mi interior con independencia de mi voluntad. Esto no quiere decir que no haya a veces modificaciones, reelaboraciones. Necesito siempre oír los textos, leerlos en voz alta una y otra vez desde el comienzo, tanto al escribirlos como después de un tiempo. Es como recorrerlos de nuevo y puede que se imponga algún cambio o una continuación o, por el contrario, el abandono de un poema o de un fragmento. No siento esto como una corrección -en el sentido de tornar algo recto o “correcto” en función de algún patrón externo- sino como parte del mismo juego en el que las palabras van inscribiéndose en el tiempo. El tiempo es importante: hay palabras, emociones o incluso ideas que quedan como semillas sembradas en el tiempo, esperando su germinación, desarrollo o florecimiento. Por ejemplo, cuando viajé a Tilcara por primera vez en el 93 supe que algún día escribiría algo sobre ese viaje. No fue un plan, sino la conciencia de un impacto profundo que me llevaría hacia algún lado. Pero sólo esperé. Viajé más de una vez y un día, cuatro años después, algo ocurrió en mi vida que hizo detonar el proceso de escritura.
Cuando escribo otro tipo de textos, –ensayos, crónicas, estas respuestas, etc.- desde luego el proceso es diferente. Pero tampoco soy metódica, sino impaciente: me largo directamente y voy trazando mi camino, escribiendo, leyendo, reescribiendo. También leo en voz alta.
He hablado de ver y oír y paladear las palabras y de tantear el camino con la lengua. Todos los sentidos parecen estar presentes y confundirse en el surgimiento del poema. Lo que surge se sostiene en un ritmo y ese ritmo es lo más nítido. Las otras sensaciones son más confusas y confundidas. No hay, por ejemplo, imágenes visuales de tipo alucinatorio, sino algo como la sensación de una imagen, algo brumoso, como entrevisto en sueños, pero a la vez, presente. Por ejemplo, si evoco los días en que escribí Quebrada, recuerdo una intensa sensación de luz. No puedo decir que viera luz, pero recuerdo esos días como una luz. Más aún: como un arrebato de luz.
La escritura es un viaje. A su vez, los viajes o las largas caminatas me parecen un modo de lectura -indagación y creación de sentidos en el espacio y en el tiempo- y una escritura del cuerpo sobre el mundo. Los viajes son parte importante de mi experiencia poética, pero difícilmente escribo mientras viajo. Las imágenes o sensaciones aparecen después, entremezcladas con la saliva del presente.
Los sueños también son importantes. Hay poemas o textos que han comenzado o terminado en sueños. En mis libros hay siempre alguna intervención onírica: o relato o fragmento o glosa de algún sueño o alguna frase escuchada en sueños o en duermevela.

Debo decir que, personalmente, prefiero la palabra “operación” antes que “procedimiento” para referirme a la escritura. La entiendo como una operación de índole mágica, en diversos sentidos: transfiguración, transmutación, invocación, conjuro, exorcismo, etc.
La primera transfiguración es la que experimenta la voz en el tono poético. Allí la voz -o la personalidad o el yo- se expande, se metamorfosea.
También la mano que escribe se transfigura: deviene, como en los sueños, cuerpo entero. Así es que a menudo me represento el acto de escribir como un desplazamiento del cuerpo: escribir es caminar, bailar, nadar, galopar, flotar. Fluir en el tiempo y en el espacio.
En cuanto a transmutación, hay un primer nivel, inmediato, privado, puramente personal, que ocurre en mí y para mí. La escritura convierte el plomo del peor abatimiento o de la peor angustia en el oro del entusiasmo, de la serenidad o de la euforia. Escribir –cuando fluyo- me llena de energía, me pone de pie, me exalta. De distintas maneras esa energía pasa de mis manos al cuerpo entero: a veces camino, bailo, me descubro realizando cosas de las que no me sabía capaz. A veces simplemente vivo el día que viene con un ánimo nuevo.
Es en este sentido que podría hablar también de una operación fisiológica: la poesía es una suerte de respiración suplementaria o incluso, una fotosíntesis espiritual mediante la cual se crea un oxígeno precioso, un aire nuevo. Y estoy segura, dado que he pasado momentos muy difíciles, que más de una vez mi vida ha dependido de ese oxígeno para sostenerse.
Así, hace tiempo escribí: Estoy atada al hilo de mis cabellos por mi voz.
Valga aclarar que, aunque hablo aquí de lo que ocurre inmediatamente en mí (porque ese es el tema de la encuesta), no me refiero a una mera catarsis. La magia no consiste en descargar, sino en cargar: sentir que en la escritura misma, en las palabras mismas, en las puertas que ellas abren, los infinitos que alientan y las músicas que traen, aparece el aire nuevo y se opera una transformación.

 

Poemas

 

Girasoles nocturnos

A Dorothea Tanning

 

La respiración de los helechos

pone en los ojos un color más suave

manos de toalla alertan a las adolescentes desmayadas

sobre la llegada del viajero

ellas escriben con el dedo

en los pupitres rojos de la menstruación

en las hojas abiertas del deseo

pedazos de poemas inconclusos que atraviesan el aire como estrellas fugaces

la vida baila afuera con las ubres repletas

la muerte baila afuera con las garras vacías

la soledad avanza con un paso de baile y una mano en los labios

los fantasmas aprietan la garganta en las noches de luna

y las puertas se mueven con el viento

La escalera nocturna

repta buscando una terraza abierta

los pasillos nocturnos atraviesan

una y otra vez

la plazoleta de las cien columnas

la plazoleta de las mil columnas

la plazoleta de infinitas columnas fantasmales

en donde los aquelarres tienen sitio


De Salomé o la búsqueda del cuerpo, Signo Ascendente, 1983

 


 

Fábulas (fragmento)

 

Cuando el agua venía hasta nosotros meneando suavemente la cabeza, su verde cabellera de serpientes nos besaba los pies, su pollera de juncos nos tomaba en los brazos, su multiplicación de lunas nos llenaba de plata la garganta, sus pechos nos alimentaban de gorjeos y de oráculos suaves. Qué sabia era la piedra cuando el aceite dulce de sus muslos daba a luz los cristales, cuando el oscuro musgo de su vientre daba a luz los moluscos. La noche era un cabello que soñaba. El día era un galope de centauros. La tarde un aleteo de abanicos. La aurora un talismán recuperado. El mediodía un salto en el abismo. La luz una garganta enarbolada. El árbol un estrépito de vientos. El viento una humareda de unicornios. El unicornio un sol en pleno salto. ¡El pájaro una lengua en pleno vuelo!

De Los banquetes errantes: diario de viajes, Signo Ascendente, 1986

 

  

Sueño de la visión mágica

 

 

A Vincent Bounoure, in memoriam.

 

 

“Estoy sentada, sola, en medio de las montañas (sé que estoy al pie del Aconcagua). Aún dormida, conservo, como soñante, plena conciencia de los sentimientos de dolor, separación y pérdida que impregnan ese tiempo de mi vida, incluso de sus causas. Pero la montaña que me rodea es tan imponente y tan bella, tan maternal y llena de sol, que su sola visión calma mi angustia por completo, colmándome de un sentimiento extraordinario de alegría y fuerza.”

 

 

(En la primavera de 1992 recibí el libro de Vincent Bounoure Vision d’Océanie, enviado por su autor desde París. De este hecho deriva directamente el sueño que tuve esa misma noche y que acabo de referir. Por un cierto recorrido asociativo, vinculado a la profesión de Bounoure - ingeniero en minería - me remonté, al comenzar a hojear el libro, al recuerdo de las vacaciones de mi infancia, que transcurrían en Mendoza, tierra de origen de mis padres y, para mí, fuente perdurable de encanto y maravilla. Por otra parte, al momento mismo de recibir el libro y constatar la generosidad de tal envío, recordé un fragmento de un texto del propio Bounoure cuyo tema es el don, y en el que se dice, en explícita referencia a la leche materna, que “en el plano de la ontogénesis (...) el don recibido es la experiencia económica original”. A mí me basta con agregar la luz que emana de las mismas páginas del libro, a causa del intenso placer visual y poético que producen, para comprender de qué modo esa “Visión de Oceanía” se transformó en mi propia “Visión de la montaña”.)

 

Sueño-talismán, sueño todo de luz.

Comida imprescindible para el alma. ¿Leche? Leche del cielo, agua de la Vía Láctea: Luz.

Sueño de movimiento: toma el deseo infantil, regresivo de ampararse junto al pecho materno y lo expande hacia el mito. La cordillera toda me amamanta. Mi propia infancia, aureolada con toda su belleza, me sostiene en los brazos. Del pecho a la montaña, de la leche a la luz, la analogía abre el horizonte en abanico y me devuelve la plenitud del cielo.

El sueño abre la vida hacia adelante...


De Quebrada, Tsé-Tsé, 1998

 

 

 

***

 

Caigo

Reducida a la fosforescencia de los huesos

A pique en la ciudad

Y en la llovizna

 

Qué escribiré

con este brillo azul

Contra este cielo atroz

Y solitario?

 

De En el reino blanco, Tsé-Tsé, 2007

 

***

 

Un hombre, una mujer, un árbol

junto al río

 

Una mujer, un hombre, un río

junto al árbol

 

A veces el árbol es un hombre

el hombre, un río

el río, una mujer

y la mujer, un árbol

 

La mujer en el río, bañándose

y el hombre

bañado en la mujer

y el árbol

bañándose en el cielo

Que es un río

 

Un hombre que es un árbol se baña

en la mujer

que es río

 

Y un hombre que es un río

sueña en la mujer

que es árbol

 

Y la mujer del árbol con el hombre del río

y la mujer del río con el hombre del árbol

se abrazan bajo el amor

y sueñan

cuando un hombre y una mujer se aman

y duermen

junto al árbol

a la orilla del río.



De Aquí, donde los árboles caminan…, Carminalucis, 2021

 

 

Silvia Guiard

 

 

Nació en 1957 en Buenos Aires, donde vive. Poeta y docente, fue cofundadora del grupo surrealista que editó entre 1979 y 1982 las revistas Poddema y Signo Ascendente, en el que actuó hasta 1992. Comenzó a publicar en dichas revistas con el seudónimo de Silvia Grénier. Con él firmó también sus libros Salomé o la búsqueda del cuerpo (1983) y Los banquetes errantes (1986). Sin seudónimo aparecieron Quebrada (1998); la plaqueta Mujer-pájaro en el círculo del sol (1999); En el reino blanco (2006);  Relampaguea (Santiago de Chile, 2010) y Aquí, donde los árboles caminan… (Carminalucis, 2021). Y para niños: Lombrices (1996) y Cantos de dinosaurios (2010). Poemas y textos de su autoría fueron incluidos en distintas antologías, libros colectivos, revistas y blogs, en Argentina y en el exterior.

Por otra parte, trabajó durante años como maestra y bibliotecaria en escuelas primarias públicas de la ciudad de Buenos Aires.          


5 comentarios:

  1. me encantó toda la selección. no conozco el norte argentino, y sin embargo después de haber leído todos estos textos, podría afirmar que he estado allí.gracias!

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  2. Me encanta su trabajo. Muchas gracias! Tremendo. Además me encantaría leer los textos de sus dos primeros libros. Hay ediciones disponibles? Vivo en Puerto Rico.

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  3. Hola! Necesito contactarme con Silvia, tengo dos mails suyos, pero ambos me rebotan. Tienen algún modo de contactarse con ella?
    Se los agradecería muchísimo.
    Gracias
    Julieta.

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  4. Me encantaria hablar con Silvia, somos amigas de la infancia y parece que amantes del mismo amor....la Quebrada de humahuaca.
    Bellisimos escritos...como siempre.
    Isabel Butler

    gracias

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  5. ¡Hola , Isabel! ¡Qué sorpresa!
    Creo que puedo imaginarte muy bien en la Quebrada con tus bucles bajo un coqueto sombrero norteño...
    No dejaste una dirección de mail. Espero que veas aquí mi mensaje. Escribíme a: silgui17@gmail.com
    Muchos cariños,
    Silvia

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