martes, febrero 05, 2008

IRINA GARBATZKY



Por lo general espero a los domingos que son días en donde las ausencias se vuelven consistentes. Para mí escribir funciona como una necesidad corporal, empieza a vibrar algún punto del cuerpo y sólo se aquieta una vez que el trabajo termina. Que haya música de fondo es necesario también, y entonces las palabras salen como si fueran los pasos de un baile.
Escribo en la computadora si estoy en casa, o en un cuadernito si me fui al río: es increíble la calma que puede producir el tiempo que demora pasar la birome por el papel. Escribo siguiendo una sonoridad y un aliento, que por lo general responde a un ritmo despegado de mí.
También escribo mucho cuando estoy de viaje. A veces tengo la sensación de que la escritura es la única forma en la que puedo procesar una experiencia, como si me enseñara a vivir.
Suelo tener épocas en las que hay preguntas que funcionan como inquietudes-guía, anclajes, obsesiones. Me interesa armarlas como un plan a seguir pero no siempre se cumple la regla. De alguna manera el método es siempre el del diario: el registro y la profundización sobre una búsqueda, que espontáneamente comienza a sistematizarse, bajo la forma de distintas lecturas y perspectivas. En ese sentido podría ser una “investigación”, pero muy pulsional, un poco azarosa.
Se me hace muy difícil corregir mis poemas, ya que no puedo reconocerme cuando leo lo que escribí. A veces desecharía todo y otras veces encuentro que no podría decir las cosas de otra manera. Es complicado, y no sé cómo se resuelve. Es como si la escritura funcionara como una pizarra mágica, en donde las palabras necesitan borrarse para dejar espacio a las que vendrán.
Por lo general es una imagen que aparece que va desencadenando otras, como si estuviera soñando. Hay lugares imaginarios donde sé que puedo ir si necesito escribir, y basta con que una imagen visual o musical accionen. Para mí la poesía siempre es una sorpresa, un movimiento bastante brusco e inesperado.



Poemas


CUBENSIS

cubeba (ár. cubaba):

1 f. Arbusto piperáceo, trepador, de hojas lisas y fruto a modo de pimienta de color obscuro que se emplea en medicina (Piper cubeba).

2 Fruto de esta planta.


1.


Todo desde mí, siempre desde mí, incapaz de desembrollar una historia que no fuera en este vivir aquí: el lugar que no conozco y que me causa tanto repudio.

Tengo que ovillarme y dejar que un auto me fustigue a bocinazos porque no lo veo cuando cruzo la calle. Tengo que maravillarme por el cojo con muletas que pide limosna en la entrada de un supermercado; debo concebir como originalidad absoluta el precio de una caja de leche en polvo.

Seguir aquí, atendiendo al detalle la mirada de un enamorado, la conversación de dos ancianas. Mirando a los estudiantes de arquitectura arrancar hojas en el Boulevard. Registrando el movimiento de las cosas externas; de todo lo que cae y todo lo que vuela, como si fuera la última escriba en mi territorialidad, como si fuera realmente importante decir un movimiento, nombrarlo.

–Nunca había bailado hasta entonces. Creía que los pies no se correrían del suelo cuando hubiera gente. Me burlaba: como un perro que se mira al espejo y no comprende, yo me observaba y me saludaba desde lejos.

Tengo que esperar aquí, perseguir las historias que detesto, las historias que conozco, esperar sorprenderme si algo en verdad acontece.

–Bailaba yo misma.

Siempre en mí, siempre desde mí, nunca saber nada de los otros: mirar a papá por mí, mirar a mamá por mí, comprenderlos, ignorarlos, saber que no hay mundo donde verdaderamente ocurra algo, suceda algo. Creer que puedo entenderlo todo, mirarlo todo, sentirlo todo.

Alguna vez quise anotar: “Querido diario: Hoy en la escuela tuve una Feria de Ciencias y yo estuve con mi grupo sosteniendo un caracol.”


2.


Voy a inventar un conejo. Le pondré un nombre y lo encerraré en una cucha para que no se moje.

Todo lo que decís no se te entiende.

Recoge las palabras del pico de su mamá.

Su mamá obturó con su pico su bracito. Se mira secar los consejos: ...antes que nada hay que saber...

Voy a cortarle el brazo. Mi mamá no tiene brazo. Mi mamá tiene pico. Aprieto fuerte el pico de mi mamá en mi brazo: ¿Hay que mirar primero, sabías...?

Los consejos de mi madre rondan por el piso.

Yo los sigo con los ojos. Si tuviera pico los recogería, despacio. Los soltaría después, detrás del balcón para que no se maten, para que se sostengan en el aire.
Pero no tengo pico, tengo brazos. Y los picos sirven para agarrar cosas con la boca y los brazos no pueden agarrar las cosas con el pico. Entonces yo los miro. Los dedos no saben pellizcar los consejos.

Luego,

mido un trozo de tela y un pedazo de hilo. Junto del costurerito-gallina los hilos para que pasen por el OJO de la aguja y me paso la tarde cosiendo.

Cuando termine la cuchita secuestraré al conejo.

–Si no me lo das más, lo mato.

Apunté a los ojos del conejo. Los ojos del conejo tenían ojos de buey -hay algo de ternura en los bueyes.

­–Qué vas a hacer... –me resopló–. No tenés mucho tiempo para decidirte: Tanto tiempo hay, tantas cosas para pensar...

Me lo llevé de la cucha y le di fuerte, de palos.

–Le voy a pegar más fuerte - solté. Le tiré de los pelos.

–¿Cuántos pelos te creés que pueden tirarse a un conejo?

No hacen ruido. No dicen nada los conejos cuando lloran, mueven el hocico y se quedan contentos. Menos mal que me está mirando.


3.


–Bailaba yo misma en una habitación con poco espacio, saltaba con torpeza, me enroscaba en el suelo como una serpiente.

El joven L. tenía un bloc de notas lleno de rayas. Vivía cerca de una casa de antigüedades. Vivía cerca y era pintor y odiaba las antigüedades. Odiaba a los mimos. Odiaba a los guitarristas y a las mujeres en general. El pintor de aves odiaba que buscaran su hogar como refugio.

–Cuando haya algún tiempo en que salga de mí, de las paredes carnosas en las que logré acuclillarme quizás después de los 9 años. Quizás después y desde entonces todo es aquí, todo se gesta y copula aquí, especie de útero blanco que regurgita incesantemente una cantinela.

–... con un pie delante de otro. “Cuando alcance esa mano, no voy a caerme”. Nunca supe que estaba caminando por una viga, y que avanzaba. No quería la ayuda, sabía que podía desde el principio hasta el final; por completo sola. Entonces me caí de espaldas. La madera fría debe haber sido el espanto mismo.

En un cine la madera fría volvería a ser el espanto, después de dos días de ayuno. Allí había abierto los ojos y me había encontrado a mí misma; en el suelo. Y me había visto así, en la misma posición, con las dos piernas plegadas y la mejilla por entero en el suelo. Por entero en el suelo. Como si no hubiera mundo.

El pintor joven no sabía nada. Mi abuelo también era pintor, odontólogo y militante anarquista. Odontólogo de padre y pintor de aves. Mi abuelo, pintor de aves, llegaría hasta los 55 años, con cáncer de pulmón.

Alguna vez conocí a otro. Le mostré el relato de Ucello y no le gustó. A mí me conmovía el personaje de Selvaggia. Había leído la historia del pintor que no podía salir de sí y sus perspectivas. La enajenación por una perspectiva o una línea. La línea era la creación de Dios. El mínimo punto diáfano a partir del cual todo podía pintarse. Por eso Ucello las miraba. El relato destacaba una única imagen de Selvaggia muerta de hambre. Desde los ojos del pintor se mostraba estupenda, rígida y fláccida a un tiempo, llena de facciones agarrotadas como las venas, como los brazos.

Alguna vez pensé que podría pasarme a mí, que yo sería Selvaggia. Comprendí, como Selvaggia, que rogaba por los pájaros estrafalarios y que, al igual que el pobre Ucello, todavía me arrodillaba quizás arriba de un taburete con los brazos en alto, la nuca estirada, espiando por una cornisa que nadie veía.

“La verdad es mil veces más divertido jugar con los varones que con las nenas. En la muestra, había barcos petroleros, trenes que transportaban el cereal, y acuarios”.


5.


Creo que pensé. Todas las transformaciones abultadas en un reloj. El tiempo del reloj. El tiempo del descanso.

Hoy me encontré en un colectivo llorando con una abuela toba mirándome.

Sus nietas se acurrucaron a los costados del asiento.

Puedo detenerme.

La hermosa manera de detenerse.

Entonces era como ahora, con mi propia abuela rumiando un trozo de carne. En el almuerzo de la fecha patria mi abuela rumia un trozo de carne que no puede tragar ni escupir. Mi abuela con cáncer cerebral. Casi por pudrirse.

Entonces era entonces, relató mi tío. Era el ‘73 y hace 30 años. Fue la última vez que me sentí oficialista, dice.

–Escupí, mami, escupí.

Entonces era escupir o esconderse.

Entregar el oro o esperar la montaña. Yo también puedo esconderme, pensé. Tenía 7 años y jugaba a que no me quedaría ciega nunca. A que siempre abriría los ojos y habría un mundo.

Entonces era escupir o esconderse. Una nena deforme, vestida con ropas recogidas en las iglesias o en los centros de evacuados. Varias nenas. Abrazadas a los bolsos, a los fierros del 125.

Voy a quedarme blanca. Podría haber tenido un cárdigan azul: el tiempo de la transformación estaba marcado por impulso. Aprieto los párpados con fuerza para despejar la luz y vibrar con el cuerpo. Tengo 6 años. Nunca supe del desorden.
“Ahora dice cosas ciertas”. Es el tiempo de la acumulación. Un frío horrible y un televisor con fideos pegados.

Vuelvo a mi casa vieja. Tengo el mayor silencio que puedo.


10.


Necesito apagar la luz para hablar. Necesito quedarme blanca. Eso diría.

Diseñar un cuento a lo Raymond Carver. Donde el objeto de detención sea el detalle minúsculo. Me acuerdo de la historia del cenicero. El tipo va a buscarla, va a recuperar a su amor. Y ella no le dice nada. No le dice nada, o le tira un ‘no’ sucio, mocoso. Y se va a bañar. Entonces el tipo se olvida absolutamente de toda la conversación. Y se queda absorto mirando el cenicero de Tailandia. Y observa que hay colillas de los cigarros que ella fuma y colillas de otros cigarros. Y no se sorprende. Y cuando ella sale quizás discuten. Quizás él se va y ella tira el cenicero contra una puerta y lo rompe en pedazos. O está a punto de hacerlo. Y él le ruega: “No lo hagas”.

En mi casa no hay ceniceros. De plano que esa historia no se me podría ocurrir nunca.


13.


La imposibilidad de salir de sí. Esto empieza a hacer consistente a un personaje.

Salgo a la mañana a comprar el pan. No hay pan y es extraño, porque siempre me aseguro tener qué desayunar. Es la mañana del partido final del mundial de fútbol del año pasado. Está toda la ciudad detenida. Algunos han pasado la noche sin acostarse para poder verlo temprano. La mujer de la panadería me observa como nunca nadie lo ha hecho. Me vende el pan y yo sigo. Me siento. Me preparo el café. No enciendo absolutamente ningún artefacto eléctrico.

Nunca supe que las siete de la mañana podría ser la hora de los muertos. Para Uccello las siete era la hora de los cadáveres, de los sueños. El sueño como desperdicio de lo que no podemos ser. El sueño como procesión fatalista. A veces me traiciona una sombra de reojo y me creo en la presencia de un fantasma. A veces miro y no era nada, a veces miro y era tan sólo un abejorro.

La hora de los sueños puede decir tranquilamente: para hablar necesito la luz apagada. Puede decir: no voy a creer tus estúpidas alegorías. Puede decir: todo lo que se dice en la ficción es cierto.

La hora de los sueños puede dejar pudrir a su tamagotchi deliberadamente bajo el agua. O meter a su mascota en una cámara de gas y ver contraer sus miembros como espátulas.
Como el pan con queso arriba y pienso. Había un cuadro. Había varios cuadros. Miro mi pan, otra vez, que me traiciona.

Decía que a la hora de los sueños yo puedo levantarme y hacer, realmente cualquier cosa. Voy a levantarme un día de estos a las dos de la mañana. Voy a revisar mi habitación y recolectar mis muñecos. Los llevaré a la bañera sin agua. Los nombraré uno por uno como no lo hice nunca. Y les prenderé fuego a todos.

para jugar en el tren, leídos con la voz más firme, más pausada, más gruesa.


18.


Estoy absolutamente en contra de la vacuum cleaner. Es el hermoso modo de detenerse. A ver. Ahora que estamos escribiendo. Pasamos la vacuum cleaner y nos desvestimos. A ver, a ver, desvistámonos al son de la vacuum cleaner.

La vacuum cleaner hace de percusión. La vileza de ir abandonando sin abandonar del todo: lo que sea. En uno de los círculos el Dante lo relataba. No recuerdo. Se trata del eterno llanto por el tiempo supuesto, el tiempo supositorio, el tiempo abandonado al epíteto, las metamorfosis del vacío, los tomos marcados de “El ser y la nada”, las disquisiciones sobre la existencia.
La muchachita que ven en el pub de turno que con sus telitas coloreadas desteje sus mejores lecturas encontrando la rima adecuada para Alí, Babá y los cuarenta ladrones.

–No, no, no. La poesía es otra cosa.

Entonces abrimos la puerta y salimos por el huequito cuerdo. Decimos: hey, hey, Latinoamérica, pensemos, pensemos.

Yo había aprendido a simbolizar mi hambre. Decía “baba” en lugar de agua. No lo sé. El único animal al que verdaderamente hubiera amado hubiera sido una tortuga. La hubiera mirado con suavidad, sin juzgarla. Hubiera escuchado su canto absurdo, me hubiera mimetizado con su andar impasible entre la lluvia que enferma a los malvones y los deja completamente inútiles.


33.


No voy a decir nada sobre mi abuelo anarquista. Murió a los 55 años de un cáncer de pulmón. En verdad utilizaba esponjas para respirar.

Utilizaba esponjas para pintar. Era pintor, era artesano. Trenzaba cueros, taladraba maderas.

–Vos te hubieras llevado tan bien.

Murió, mi madre tenía 23 años.

De esa muerte nací yo, creo, nueve meses más tarde.

...


35.


A las dos de la mañana se despertó con la espalda hecha un agujero en el colchón profundo. Una pesadilla invariable. La pared derecha de la habitación donde se apoyaba su cama, se desplomaba entera sobre la calle Corrientes.

Faulkner, un nombre de perro, sería el mejor apellido para el joven L.

–No puede ser ése su nombre.

La desolación de L. era el porvenir. La posibilidad de terminar trabajando toda la vida en un drugstore.

–Quiero poder plasmar todo lo que tengo en mi mente, en el formato que sea.

Las preocupaciones de L. rondaban constantemente el problema de los formatos. El formato precede a la creación. Había un texto. El comienzo de la historia de un fotógrafo. Los capítulos eran fotos numeradas y todo el libro consistía en una suerte de tira fotográfica. Por supuesto que el libro aún no existía, pero en virtud de dicho formato el joven L. comenzaba a trabajar.

40.


Con la lluvia cubrió Audrey su rostro diciendo “qué lástima”, lo cubría con pulgas de cera.

¿Podrán dormir las pulgas?

Escriba oraciones.

Analícelas en orden sintáctico:

Comíamos frente al río, cuando una pausa electoral nos trajo bocinas y tambores.

Este colchón se hunde y unifica.

¿Podrán dormir las pulgas?


Words are flying out like endless rain



Analizabas en orden sintáctico:

pasan las pulgas

pasan culebras

pasan lagartas

Un viejo de Esmirna

llega la noche de Pascuas

¿acaso guardaste

la copa de Eliahu

el profeta?

pasan culebras

lagartas

sorteamos botellas plásticas, Eliahu,

en los pisos del departamento de las nenas dulces

tristes

los deshechos del acuario

y una ventana abierta suelen redundar en efectos,

compulsiones.


41.


La historia del pintor se bebe en dos tomos de la colección Arte Contemporáneo de Balzac. Tuvo un período azul, otro sarcástico.
Leía las manos en la tienda anexa al supermercado, Super-Drugstore, a quien comprara colonias y pañuelos. El otro día advirtió la credulidad de Audrey por los consejos divinos, y mirando su carrito le soltó: vos tenés suerte. Audrey pensó: otro promotor de sopitas instantáneas. “No quiero sopitas”. “No vendo sopitas”. Estaba solo, ahí, observando algo que pudiera servirle de augurio.
Estoy solo, acá, espero algo que pueda servirme de augurio. La pintura decorativa es al artista lo que la prostitución a la mujer.

Nada me serviría más que encontrar a mi madre. Encanutarla como bulto de porro, y fumármela.


46.


“Vuusco volver de golpe...”

L. estira sus largas piernas sobre los barrotes que enfrentan a los bancos del parque. La tempranía punta en blanco. Extrañaba sus lentes de sol. Ahora decidía desaparecer del mundo y dedicarse a delinear la forma de sus muñecas. Los trazos dulces de una nena más delgada que una sombra.

Ahora no hubiera usado adjetivaciones.

La luz del velador iluminaba de frente. Los ojos de vieja, de hambre. Las manitos perdidas en un pedazo de pan. El fondo que era negro como el cielo, se volvió ocre una madrugada en que abrimos los ojos y lo vimos cambiar de atmósfera. La niña cruzada de piernas compartía el mendrugo con su madre, una gallina elevada en su tamaño unas cien veces, que parecía no saber responder con sinceridad.

L. tenía ocho años cuando decidió dedicarse al dibujo. Quizás viajara por entonces. Tenía las imágenes del mundo en su memoria. Entraba a los cines como quien regresaba a un útero. Vivió junto a su madre en decenas de departamentos de la ciudad. Al cabo de su infancia, Rosario se le aparecía como un patio trasero.

Es extraño, quienes pierden su hogar aprenden a hacer reemplazos más intensos o más inconmensurables. Las patrias de L. se montaban una detrás de otra como un film extendido en el tiempo. El mundo era inexplicable, el mundo podía reconstruirse.

Era real: imágenes muertas. El gesto torcido, la mirada clavada, el plato de lechuga en la heladera. Las sentencias, decía L. Las certezas. El mundo era real: unos fideos pasados por la ausencia o el extremo. Las historias de aparecidos. Los fantasmas, los superhéroes. Los aciertos.

“Toda vida debería televisarse”.

Años más tarde, de piernas extendidas, L. mira el río por primera vez un mediodía sin anteojos. Una mujer lleva a unas niñas del brazo. Unos adolescentes entonan la canción de la abejita. La vida debería televisarse o al menos, ser un montaje fotográfico.

Sacó el cuaderno del bolsillo y dibujó. Los ojitos con ojeras, el cabello goma-espuma. Aprender a mirar. Levantaba las manitos como un telescopio hacia los ojos y miraba. La niña miraba a través de las cosas y veía. Un cubo, un rectángulo, un triángulo, una esfera. Las caras son óvalos, los cuerpos son cilindros. Las animaciones se pierden en la rigurosidad de un principio, un medio y un final.


50.


Absorción de minerales como de rayos de luz entre el agua tibia. Los reflejos recortan el movimiento de Audrey, que chapotea, hundiendo sus cejas y sus brazos, cada vez estirándose un poco más.

Si a la tierra de cloro esta pileta, si retoñara uno... dos... tres...

ah

entrara una mano cebada de culpa sobre la sábana limpia de luz artificial al del desasosiego

quisiera desplumar este recuerdo brotar como los ruidos del agua

de puro ardor de faroles sobre sí,

sucia.

Me tuerzo como la copa de zarza ardiendo

ardiendo

está extinguido ahora

como tortuga de mar desviada

que hace sin saberlo un loop:


“Las aventuras de Audrey bajo el agua”



Audrey escurrida, espantada, regresa. Cincuenta más. Respira. Veinticinco. Y vuelve al otro extremo. Ahora un hombre se hunde, de forma vertical, hacia lo verde profundo.

Entrara la mano al agua como retomando un orden. Descubría en el agua la voluntad de ritmar el aire interno. Después de un tiempo nada húmedo sentía más que el líquido en los orificios de la boca, las orejas.

Audrey con su gorro celeste de látex batía los brazos como los patitos de goma espuma sumergida. Contaba.

–Hay mucha gente en este andarivel.

¿Qué era al fondo aquello? Un hombre moreno cruzado de piernas rezaba bajo el mar. Se sostenía cruzado de piernas, con la cabeza hacia el centro del cuerpo.

Hubiera tenido un turbante, en la tierra.


53.


El secreto en la pileta consiste en saber respirar. Construir un tiempo en el aire. Si es cada dos brazadas. Si es cada tres. Así pétreo el aire penetra. Mi cuerdaviva. El simple agua memoriza su patria extraordinaria con unas tacitas de té.

Ablación. Neutro mundo, los animales volvieron vivos. Ábreme

 
como sin mí 

 
entero.

 
57.


Audrey su muerte movida como un abrelatas hacia delante refugia sus flores de la lluvia creciente. No se rompan con el viento, dice. Crecientes los frutos en el cuerpo pequeño. Crecientes en octubre, en noviembre. Inimaginable.

Creo en la “ineluctable modalidad de lo visible”. Seres de presencia. Quien se abre hasta aquí. En el Central Park un supermercado, un museo de arte contemporáneo. Antes todo gris. El Paraná alzado, mañana vamos a cruzarlo. A punto en lluvia una madrugada un concierto de Haydn.

Somos así. Seres de presencia. Quien se ahuyenta con el sonido de un violín. Quien percibe su sutura: “la ineluctable modalidad de lo audible”. Me vienen más. Otra vez me vienen más. Todos presentes. Alguien abrumó la memoria, alguien hizo ablaciones sobre ella. En su corte florecimos. Más tarde repartiremos gajos y sombras en frasquitos de metal.


64.


¿Dónde estuviste todo este tiempo?

Vivo bajo efecto de extrañamiento desde los 6 años.

El efecto de extrañamiento versus la vaccum cleaner en sus formas más sutiles y ortodoxas.

La vacuum cleaner llegó a niveles profesionales. Estamos solos en este mundo, dice la vacuum cleaner. La existencia precede a la esencia, dice. Y no para de toser.


69.


L. pensaba. Las drogas. Un asco. No necesito estímulos, decía. Mucho menos estímulos mentales.

Era cierto. Sus secuencias imaginarias trascendían toda forma convencional de percepción. Cualquier estimulación perceptiva duplicaría dicho poder de producción y recepción. De cualquier cosa. L. temía a la excesiva sensibilidad.
Había terminado transportando honguitos pero hubiera preferido no saberlo. Tampoco quería inquirir acerca del destino de dichos productos. No saber. Nada.

No querer saber nada, no querer inquirir, no querer ingerir nada que tuviera un aspecto espantoso, porque en un instante todo puede hacerse televisable.

L. hacía ecuaciones. Los hongos, su madre muerta en cuento policial: fumable. El fotógrafo de su libro. El fotógrafo inexistente. L. arrastraba el vehículo todos los días durante tan sólo una mañana siempre siguiendo la misma línea de las calles. La combi no debía llamar la atención. La combi no siempre llevaba cargamento pero siempre debía ser llevada. Aun vacía.

Alguna vez habló con los hombres del puerto, con algún compañero de trabajo. Pero nadie parecía saber de los honguitos, o al menos nadie parecía saber de su poder narcótico. L. empezaba a temer. Empezaba a aburrirse.

L. se enamoró y supo de conquistas. Su afortunada a lo largo de la noche fue al baño cada quince minutos. Sólo hablaba de hongos y operaciones.

–Los honguitos se llaman “cubensis” –explicó la joven mujer.


73.


¿Cómo hacer para llevar una carga y no saber de qué se trata?

Quiero saber cuál es la conciencia de Erika, su nobleza. La nobleza de L., la nobleza de Audrey.

Audrey despertó a la noche siguiente, por haberse acostado al amanecer. En una habitación con altos ventanales en un departamento céntrico.

Una molestia en el ojo la levantó rápido. Se acercó al espejo abriendo el ojo con los dedos. No había nada.

Toda la tarde estuvo con el ojo llorándole la mejilla, molesto, parpadeando. Un gesto odioso, inhumano. A veces hay personas brillantes, elocuentes, que son capaces de abandonar su seducción en un momento de espanto: el acné, la deformidad de un rostro.

Si algo dice el calendario es que el otoño y su frescor traen la conserva del diablo. En la sucursal de correo se enteró que vivía en el tercer mundo. Enviar una encomienda con postales era tanto más costoso que entrar en una cabina y escribir su vida en internet.

Me aburro, me aburro. Todo el día así, lamentando la imposibilidad del envío, de la secuencia del videoclip, de un ojo molesto que la hacía lloriquear sin ganas.

A lo mejor me entró algo. En el ojo. A lo mejor abrí el ojo sin querer anoche, en esa agua roñosa.

Si mañana no pasa, vas a tener que ir al médico, Audrey. Al oculista. A que te observe el ojo con el aparato y su luz. ¿Mirá si te cortaste lo blanco?

En el camino deseaba atravesar un mercado con frutas y flores viejas, y carnes de cerdo y cardamomo. Apartar sus huevos en una bolsita, sus huevos de gallina fertilizada, y venderlos como creaciones.

Con el paso de los días y el ojo moreteado, parpadeando incesante, Audrey se vio en una necesidad medicinal: asustarse del hombre de la joroba, o del vendedor de sopas instantáneas.

Someterse al miedo otra vez, sumergirse.

Una amiga le recomendó una terapeuta floral. Le decían Macumba y usaba técnicas aborígenes para el tratamiento del exceso de llanto: y este ojo dice algo malo, pensó, abjurando de los oculistas.


74.


–No vas a hablar. No vas a pensar por unas horas. No vas a hablar por unos días. Esta flor está para dormirte. Y ésto es para que ahora lo comas.

Audrey apretó en sus manos un manojo de hongos azules y lentamente se fue ablandando su cuerpo. Había caminado unas cuadras cuando todo el miedo se le hizo presente: la noche, los autos, la gente, el humo. Demasiado.

Volvió a la casa de Macumba que la recibió sonriente y la acostó.

–Quiero vomitar, quiero vomitar.

Un grito salido del vientre, salido de atrás, de las costillas, la hizo sentarse de golpe, con el torso hacia abajo. Audrey no aullaba como Audrey, tal vez aullaba como animal. No lo controlo, pensaba. Todo su rostro, hacia adentro, lanzaba el extremo de un dolor llevado al borde de su opuesto. Al levantar la cabeza lo comprobó.

–Quiero vomitar

–Quedáte ahí. Quedáte quieta.

Más tarde un perro la deshizo en una contienda. En el patio. Era de noche y Audrey pataleaba en el agua sucia. Luego cayó rendida, sabiendo –como la tortuga nahua que la acompañaba– que debía mover las piernas, suavemente, dentro del agua, sin hacer ruido ni espuma.

Cuando volvió del viaje eran las 4 de la mañana. Macumba la miró con esperanzas y le dijo. Esto es tuyo, únicamente. Pero no hables. Durante varios días. Sólo: atenta.


75.


Si se vive la realidad, ¿cómo se aboca una persona a un trabajo, a un horario, a una secuencia de acciones?

L. conoció a Audrey por los días en que ella no hubiera debido hablar. El encuentro fue un vistazo.

Audrey hubiera decidido que el mejor lugar para permanecer en silencio era aquel que le permitiera encerrarse a gusto, sin interrupción. Sin embargo decidía postergar su mudez por unas horas, en los bancos del puerto, el lugar en donde L. hacía el reparto.

Audrey con un bolsito cruzado, y un walkman con música clásica era la bailarina enroscada como una serpiente. Dijo para sí: bailo enroscada como una serpiente. Y se sostuvo inmóvil, pétrea. Para cuando se acercaron los guardias pensaba: “Alguien me avisó de un cargamento de cubensis”.

Audrey pensó. Una ofrenda. Para redimirse de la transformación a la que se había visto sometida. Para construirse el tiempo exacto de respiración. Una ofrenda a Macumba, su maestra. Un regalo por el cual. El párpado temblaba.


76.


“Atenta” significaba estar en contacto consigo misma y con sus percepciones del afuera. Una suerte de eje en contacto y retirada con el medio, le explicaba Macumba. Lo que quería decir era que había una cantidad de energía alrededor y que Audrey se encontraba con capacidad para percibirla.

La percepción del mundo como anhelamos volver a tener, no existe. Pero había signos que empezaban a repetirse: volantes repartidos por la calle, números, personas. Encuentros casuales. Estas flores exacerban tu poder de percepción. El ojo parpadeaba más que nunca. Entonces recordó a Erika haciendo gárgaras en el agua, burbujas dióxicas en la pileta, hablándole del chico que conoció esa noche, que trabajaba transportando hongos alucinógenos, y que le explicaba sobre las precauciones para su tráfico; Erika preocupada por la anestesia para la operación, buscando métodos alternativos de relax: los honguitos se llaman cubensis e iban al puerto, son lo más chulo de Madrid, lo mejor que tenemos los argentinos, la industria nacional.
Audrey imaginó semejante cargamento yéndose hacia el mar y volviendo hecho pan de jabón de tocador. No más imperialismo, dijo. Y salió hacia allá.


De, Cubensis




torsión,

murmuras

cada palabra que dices

posee el centro de gravedad

de su movimiento

cada sonido

abre

con cuidado

tu mejilla

repasa

el trayecto de tu sombra

cae.

su gravedad agita el movimiento

como una señal interminable.


***


mi torso es un trompo gris

sostiene la noche y mi palabra

murmura

los muslos sucios

la boca sucia

toda la noche

sostiene

un niño ruge entre los árboles

zumban sus ojos

silba

tuerce el tiempo

su boca es un trompo estirado hacia el borde.

Este es un movimiento imposible.

su silencio es imposible.

Toda mujer es milenaria

todo

el aire del tiempo

entre sus brazos...

todo el aire tras de sí

todo el aire y los brazos

las piernas alzadas hacia el tiempo.

una mujer milenaria

se extingue ahora

arrulla el tiempo entre sus brazos

brilla

toda mujer es milenaria

inunda su voz en el tiempo de sus brazos

de su cuerpo

pulsa

arrebata los sexos y los cambia

se sumerge

el escondite negro

lo propone

el agua.


***


Kipurim


bebimos el amanecer

niño

la luz pálida del mediodía

abrimos una estera de mimbre

tu lengua brillaba

habló de las gotas

las cercas

los bichos

niño escuchaste

el maullido

había en el patio la musa de azaleas

curaste la inmensidad

niño

con unas notas secas y amarillas ....?


De Maia


Y voló la molotov…

Absolutamente. La molotov vuela sobre cuerdas. Por estos tiempos aparece mi padre me mira diciendo. Vos, esa película, juliette binoche. Kilómetros de distancia vive en un restaurante al lado de la estación de subte. Al lado del mar.

A cada segundo mi padre vive restaurante. A cada segundo vuela molotov sobre la cuerda radiomar.

Por estos días mi hermana tierna. De pocos años viste verde mar, oliva botas.

Ocurre que el ejército es una institución social. Ocurre no elegía, cuando vos. Irina, tan madura. La elegía de Duino, el cielo. De Duino // Orfeo cuando mi hermana Maia, su mar, o el tren. No vive en realidad. No vivo en Realidad. Lo sé hace tiempo. Leo a Rilke por los trenes.

Maia se toma del avión y del tubo telefónico. Todo cerca cercano. Absolutamente. Cerca cercano el mundo fronterizo. Una amiga se despide como si nos viera mañana y me dice: es que el mundo es del tamaño de una bola de cristal. Se despide en mí. En huesos. Te sostienen los pies, me decían. Luego las rodillas. Luego la cadera. Después cabecear.

Por estos días la hermana tierna. Por veinte años llama por telefónico. No hay fronteras dice: anoche soñé con vos. Qué soñaste Que ordenaba, dice. Cosas. Ordenaba cada vez. Me llama. Abeja Maia, borborigmo. Podés irte. Le digo. El sueño: termino de ordenar y me encuentro con vos. El ejército es una institución social. Que junte plata, que aproveche, que el Estado le paga que nos vemos en Chéjia. Que nunca termina de ordenar, en su sueño. que yo me cansaba de esperarla y me iba. Mi hermana abeja verde oliva en subte en autobús. Con un coso detrás.

Si yo le dijera. Yo Maiu no vivo en Realidad. Me dice tengo un coso, no sabés que insoportable, y se ríe. Lo más natural. Si yo le digo elija real: se vuelve. Me dice que no sale, no se puede. La abeja vuela con el coso en autobús – a veces me da miedo por ella.

El tiempo atraviesa el centro tarde de la fría guerra molotov.

Mi hermana piensa el tiempo el telefónico.

Cumpleaños

Niebla en mi cumpleaños de frío pero de todos modos, cuál el estar.

Estamos acá,

mi campo vibraba y yo sabía que eran ellos

los días y las cuentas del mundo que imaginaba para mí

Hoy, a ver.

Mi papá me mandó una vez un poema más triste. Mi mamá me llamó con un hilo de voz.

Aquí todo es cálido y mi cuerpo vibra a una luz viva verde. En el patio me moría de calor pero era veintidós.

Acá quisiera decir, conmigo, en este instante, sostenida, entre la tos

y un quejido breve. Una realidad sola: musical.

Bisbiseando en la casa de los ancestros. Después,

cuando miramos una hélice dar vueltas, y la hélice era un regalo de japón hecho con palitos de cera

si había una luz tímida, como todo lo que puede ser contado,

es mía

que mira fascinada inocente la foto en santa fe de lejos

una planta de hojas anchas un sillón de mimbre seco

cruzado

una canasta


***


El sol cubre los olores y aprendemos a morir con ausencias. ¿Dónde me metí? El sol cubre los olores y las ausencias. Hoy encontré un mar.

Trepo. La charla o la necesidad de comunicarme. El pensamiento ha muerto, decapitado. Sobre su cuerpo pusimos hojas de potus, silvestres.

Un color marrón claro es más elocuente que nuestra piedad. Los otros creen que se comunican.

Una nena cruza el borde de una alfombra. Ayer soñé con niños blandos, soñé que alzaba nenes como sogas.


De, Movimientos imposibles



Palacio



En Santa Fe había un centro

y bien lejos había un río

claro que no nos importó

porque mis primas vivían a un costado de ese río

tenían un palacio con un patio

una hamaca de dos

y una pileta

de cuadraditos celestes

pasto verde

hortensias celestes

El universo metido

frente al río de Santa Fe

que no es el mismo río que éste.


Los secretos del verano



anoche tarde

desnuda llegué

a acostarme

en el patio

e inspirar a las macetas


De, Los secretos del verano


Irina Garbatzky


Nací en Rosario y siempre viví en la misma casa, que fue reacomodándose con el paso del tiempo. Estudié Letras en la Facultad de Humanidades y Artes y escribí poesía desde que era adolescente, participando en lecturas y revistas. Me gusta viajar. Desde hace varios años estudio cómo puede construirse una poética entre el pasaje del cuerpo a la escritura y viceversa. A partir de ahí trabajé con un grupo de gente (Eveling) investigando sobre la lectura de poesía y las performances, realizando algunas propuestas escénicas y algunas publicaciones. Con ellos, saqué un pequeño libro llamado Movimientos imposibles. Actualmente trabajo con una beca de CONICET sobre las vinculaciones entre performance y poesía en el Río de la Plata.

Email de contacto: irinitag@gmail.com

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