lunes, noviembre 20, 2006

RICARDO ROJAS AYRALA





No soy muy afecto a los rituales, o, dicho con un modo más feliz, no soy capaz de discernir los ritos mínimos a los que soy tan afecto y, en consecuencia, carezco de la aptitud adecuada para viviseccionarlos en estas sencillas apostillas. Sí noto, en este preciso instante por ejemplo, que para escribir alguna cosa, en un acotado e inestable remanso de tranquilidad, deben subsumarse un mar de libros sobre mi mesa de trabajo, dos destartalados diccionarios a mano, un Moliner y uno de sinónimos, y un caos cientológico de papeles en blanco donde anotar una sarta interminable de cosas, frases sueltas, palabras en desuso, retruécanos pasajeros, alguna paragoge irónica e hipnótica, que luego utilizaré en vaya dios a saber que otros venideros o inexistentes textos, que serán pomposos ad-láteres de la pueril pretensión de cambiar mi forma de ver el mundo para siempre. Tampoco llego a ser un exitoso cabulero, bien de bien, ni nada por el estilo, del arquetipo ese, tan entrañable y rioplatense, del inolvidable escriba que necesita apurar tres sentimentales vasitos de ajenjo o pernoud en la tumba de Pizarnik, en el escenario bastante deprimente de un olvidado cementerio de Avellaneda. Pero, ¡atenti al ladri!, nunca suelto zancadas, desaprensivamente, por debajo de una escalera con amenazantes pintores latinos encima, asaz afectos a la risa fácil; ni suelo pisar, con mis coturnos viejos, imprecisas baldosas flojas después de la aniñada tormenta que vos ya sabés.
Además, sí suelo tratar de acariciar, en toda circunstancia, los animales callejeros del mundo dueños del más variopinto pelaje, diseñado por los zurdos y fantaseosos naturalistas de siempre, que se me acercan de un modo algo más sistemático e indiferente que halagüeño.
Simplemente acostumbro instalarme frente a la computadora portátil contagiado de una fe, tan ciega como inexplicable, e insisto en la lidia con esa obra literaria tan intermitentemente trascendente en la que, todos los atormentables tozudos que despuntamos este viejo oficio artesanal, malgastamos la sangre, la exigua salud y el buen nombre. Generalmente estos estados, falazmente lisérgicos, me asaltan en las horas tempranas de la mañana, o en las postreras, que han sido abandonadas por el vilo de la noche, ya entrada su debacle. Jamás dejo de estar acompañado por mi sanchopancesco mate amargo, pletórico de yuyos cualunques, cooperativista y fiel en estas precarias empresas de la letra. Y siempre se me ocurren cosas, tanto en el tiempo libre para, como en el tiempo libre de. Pero estos horarios, harto antojadizos, confabulan con los que presto al derramar mi fuerza laboral en otra actividad, absolutamente extra-literaria, que me paga una escurridiza y necesaria prodigalidad.
Todo ello, luego, da a decantar en la pequeña posibilidad de poder escribir, un poco-bastante en paz, no tan ajeno como quisiera de las tontas urgencias y esquizoides tráficos de este capitalismo de pacotilla. Como dice, otro gran escritor, "he abandonado esos bares" (Muxica, dixit). Pues he dejado de prestarle alguna atención, al escenario donde me asaltan estos ínfimos y continuos raptos de escriba. Quizás porque me resulta tan agradable, en su demasía, la luz de esas ondas usuales, y secretamente corpusculares, que irradian los 100 wats, en el rescoldo despejado de mi sencillo estudio, y he podido abandonar esos bares. Sea.
Nunca accedo a la geometría unívoca y plana del papel de 80 gramos hasta no entender terminado, por vez primera, el texto en cuestión, tan sospechosamente empedernido en definitivas maneras. En tanto, la letra manuscrita, me ha abandonado en estos movimientos pretendidamente tan originales y, su lápiz, germina en el perenne olvido de los sutiles esquemas y los jarrones muertos. Un no puede establecerse exactamente cuándo, corroe un tanto y a mí quítame esas pajas.
Tal vez el ordenador, de una practicidad brutal, se convierta en algo más que ese fundamento egoísta y buen burgués en sus permanentes "ojalá", y en sus infelices "aquí", tanto mejor, yo colijo cualquier otra cosa.
La presumida animalada tecnológica tan actual en su palurda domesticidad. La quimera del no confort es apenas otro grado de la comodidad, lo sé. Pues, así también, al escribir, se me antoja la monocorde preferencia por el peor silencio al mejor Chopin. Hay una ensayadísima espontaneidad al escribir mis cosas.
Un plan que de tan meticuloso es una parodia pantagruélica y paratextual, si se me permite, mis amigos. Por ende no puedo comulgar sólo con lo que va saliendo, no conozco, ni domino, esa tal salida de emergencias que nos abandona a la frescura y a la lozanía de lo que se adolece, en la primavera de los textos. Esto, claro, no es más que una irrecusable imposibilidad propia. Qué, igual, hispanoparlantes uníos, "todo es literatura" resultó no ser una jactancia y a otra cosa. Bastaría continuar siguiendo la línea de la perífrasis a un tal Muñoz, poeta: diga que la poesía es grande y entramos todos. Los textos que me suceden, a mí, son del tenor de los fingimientos mayores, un trotecito campechano tras el disparate del conjunto organizado de las cosas y los pobrecitos hombres que hacen, lo que pueden, mientras se dejan explotar como si no tuvieran otros problemas mayores. La investigación se torna entonces inevitable, tan caótica como meticulosa, igual a la tabla del ocho cuando cualquier cristiano alienta la idea de algún infinito enérgico o confiable.
Los libros relacionados, los libros que no tienen nada que ver y se oponen, los estudios comparados por chamanes, los discursos políticos, los textos fronterizos, los latinos, los mamotretos obligatorios en la casa de altos estudios, la bibliografía menor, las ponencias oceánicas, los manuales universales, los libelos y los brulotes.
Como siempre, al repetirnos, lo aleatorio se amanceba al calor de otros textos, como algún avivado Menardo le dijo a Píndaro, hace rato, los libros vienen de los libros, viejo.
Y esta perogrullada, tan ingenua, encierra tantas toneladas de verdad como un lirio cárdeno.
La correción es un droga, nerviosa y adictiva, tan poderosa e imprescindible como la gloria sin par o el loor indiscriminado. Una vez que se tiene la desgracia de habituarse no se la puede abandonar jamás, ni con una andanada de ademanes de cuáquero barbado que añora. Contra tal situación, qué se puede esperar de un simple y ordinario escritor: se corrige y se corrige y se corrige.
He dejado descansar, como varios de mis coetáneos de más probidad, muchos textos para que leven en su talento. Estos, por cierto tipo de complicidad inextricable, han condescendido a soltar su propio moho y eso me ha servido, casi siempre, para anular y reescribir, en el ordenador, como un loco sin correas. El nuevo problema, aquí, suele ser la infinitud de las versiones. Desde una de tal fecha, digamos: verano, que depara un pasado tan remoto como inspirado en su vellocino dorado. Hasta otra, anclada en el futuro, primavera, que parece ser tan lejana como impagable en su promesa. Cuando siempre hay, hasta la náusea, otras y otras versiones posteriores que mejoran, un ápice, el asunto. O hasta que uno dice punto, mi viejo, punto, y sanseacabó.
Publicar, será entonces, lo que permite rematar un texto corregido, de una buena vez y en beneficio de todos los morochos de buen corazón.
Hay tal procedimiento y pretende ser una sucesión de acciones, sencillas, metódicas, políticas. Tan candorosas cómo: sólo se escribe solo. Solamente. Solo. En cualquier sitio. Todo el tiempo, o nunca. Según. Se escribe contra todo. Apoltronado en la silla que se ponga a tiro. Contra el amor, contra el odio, contra el dolor, contra la muerte, contra la vida, contra la poesía, contra tanto asesino suelto. Con lo que se logre tener a mano. En la habilidad fugaz con la que muñe el obscuro ingenio que se aprende a dominar, con mayor o menor suerte.
Acá y ahora, porque existe un antes, y escribir siempre es tomar partido. Así ha de establecerse un trato imprudente con la literatura, en la médula de la ignorancia de una cuál famosa angustia ante la hoja en blanco y el funámbulo de resultas.
En lo literario, la inspiración no tiene el más mínimo significado. Cuán sencillo trabajo con la letra, dónde, al no haber tales misterios, hay dudosas musas y otras obscuras substituciones.
Toda la caterva de los peores textos, que pululan por suplementos literarios y esos tan becables sesudos dossier de autor, y que, además, fundamentan tres movimientos extemporáneos, afectados y nulos, son apenas un exceso de inspiración.
Siempre se lidia con esas mismas dos o tres cosas. Sobre las que se intenta escribir algo tan amorosamente trascendente. En medio de una ideología de la razón un tanto más abrumadora que cándida, que logre vislumbrar algo más que un perpetuo tornar, de un desamparo a otro, en rimas de arte mayor o parrafadas interminables. Lejos de la perplejidad cómplice ante el estado perentorio y crudelísimo de las cosas. Desde hace, supón estimada amiga, unos dos mil quinientos años. No hay tamaña grandeza en eso. No hay, tampoco, ni tal capciosa rabia ni tal tremebunda furia. Hay, de haber algo que haber, quizás, tal pequeño y artesanal oficio.
Lo veramente admirable de ese tópico reside en la perpetua sucesión y en sus revoluciones. La hebra de incierta humanidad que no cesa en asentar juicio en la tosudez y apaña un presente engañosamente implosivo. Aún, de modo ficticio, cuando se decide participar o no en la Historia. En la mayúscula, se puede beber esa cicuta. Vos podés llegar a decir: nada más que una simulación, nada más que una piedra que cae o nada más que un teatro mudo.
Tras la delicada obviedad de la poesía, claro, que hierve en todos lados: en ese árbol que cae sólo en el bosque y nadie lo ve, en la delicadas estampas de Hirosigué, en la eneava y predecible puesta de sol, en la cabeza marrón del perro que nada frente al tsunami, en la negativa de Mohammed Alí, etc. Entonces, el hermoso y sentido arte de hacer primorosos versitos es otra cosa, bastante menos ambiciosa y bastante menos efectiva. La ceremonia de escribir funciona en el como sí, al armarse un sistema. Una torre de Babel tan propia y personal como desmesurada en su capricho. El sistema, en cuestión, siempre es la subversión misma. El atentado literal. Podría ser, en tal caso, la sumatoria final de esa meticulosa y desorbitada diagramación previa. Una exageración al investigar, en general, exhaustiva incluso en su imposible. Sobre un tosco asá que apenas se delimita, pero se piensa hasta el hartazgo como una nueva rueda. Una intensa fiebre del entendimiento y su voraz ejercicio en consecuencia. O aquél ordinario dispositivo poético que establece, sin hesitar, lo que se puede abarcar sin semejante error. Ahorcajar. Apropiar. Planearse una obra propia. Un recorrido tan peculiar como privado. El arbitrio de limitar porque sí permite hacer un recorte firme, vecino. Una raya tan indeleble, aunque "fosforescible", de salida. Partir. Ergo, todo ello es lo que aún provisorio "no me te se permite una obra". Marcar con un cruz, ahí, justo ahí. Ahí empieza la frase. Cualquiera. La incorrecta asa de la escudilla santa en la reforma perpetua. Sin dejarse arrastrar ni por la adoración del presentimiento ni por la inquisición santificable. Arrancar. Para acullá. Empezar por elegir. Mejor, establecer un probable y seductor teatro de operaciones. Qué otra altisonante y salvaje pretensión más que la de girar sobre una idea. O dos, o tres. Tormentar. Esas ideas, en un primer momento, que creen abarcarlo todo. Un texto, el libro. La posibilidad de la enciclopedia. Que simulan tragarlo todo. Que desean taparlo todo. Que sueñan con cambiarlo todo. Y se presentan, antes ilusas que cívicas, como inconmensurables. Mejor dicho, se muestran bastante peor que inmediatas.
Pero luego, al manipularlas, al trabajarlas... ¡Por favor! Pánfilos pulimentos. Tamizadas en un resultar que convalida la aparición de otras versiones plagadas de palabras. Rebosantes de palabras. Pletóricas de un vocabulario que sirve de eficaz carta de marear. Solitas, cansadas, válidas, revolucionarias, embrutecedoras y maravillosas. ¡Ja! Impías e insignificantes plurisignificantes pero que, de puro locas, aciertan un tono. Al fin: un tono. Le encuentran el sonido correcto a eso y por ahí ya vamos navegando para algún lado.
Y una versión que está abajo, agazapada. "La" otra. Como un tropo leprosario. Esperando el menor descuido para presentarse, alegremente. Esa versión que es capaz de tomar el poder del discurso y subvertirlo todo.
El texto, en consecuencia, va para otro lado distraído y se aprovecha. Recién. Pero hete aquí que ya tenemos agarrado el tono de la cola de caballo. No se extravía, en verdad, sino que desiste del rumbo previo, tan correcto, tan solidario con su tradición. La senda anterior del texto no es, ya, ni recuerdo, pero queda la música, una cierta fraseología que anima ese argumento.
El antígonum leptotus que verdece o se convierte en abalorio. Al encontrarse con algo que parece ser el propio oeste. Algo, de tan nuevo, viejísimo. Lo siguiente. Bastante más impredecible que individual. Ir para donde se infiere un qué, una pregunta. Ahora. Se atina a seguir, a seguirlas, a pie juntillas. O a los saltos de cuál gran charco infausto. Nunca se puede ignorarlas, ni siquiera. Nunca se amolda un lograrlo. Pero decíamos ayer: se corrige, claro, y se corrige, y se corrige. Casi casi, se hace lo que se puede con todo ello. El resultado es asaz incierto pero perdurable en el tiempo. Así funciona, y pasa un año, martillando con esos textos, o dos años o qué sé yo. Cuándo.
Por las ideas, son las que vienen de cualquier sitio. De la calle, de una conversación casual, de otras lecturas dudosas. Pura ideología. Andan sueltas por ahí como si tal o cual cosa las conmoviera tanto. Por el trabajo, en el descanso, en el andén equivocado, en las marchas, en los velorios, en los carnavales o en las cuaresmas más sentidos. Viajan, en la psicología de una despreocupación perpetuamente polisémica. Pero al hallar el tono, se tiene la piedra de toque.
Escribir siempre es un pequeño acto político de afirmación. También, vos dirás y es cierto, un gran acto religioso de febril negación. Religare. Ésta es la cuestión. Un "cómo" itinerante. El quid del meollo del embrollo. De juegos así, aún, se puede enfermar y no es otra malograda metáfora. Las puntas que se conectan entre sí como un trastorno orgánico, en el sentido de esas mismas palabras. De un modo infinito o categórico. El laberinto tan famoso por lo absurdo. Al elegir estos pensamientos. Al seleccionar. Al tratar con las ideas y los sonidos propios de una lengua personal.
Los textos son la especie del escamado y escandaloso Uroboros. Empiezan donde quedaron. Macerados en su propio acervo. En el atascamiento mas pueril y vanidoso. Un codo más acá del abandono. Allá. En ese febril letargo.
Más, de repente, en el texto, aparecen otras cosas. Interferencias nuevas, con su propia música. Se cruzan. Sin miramientos. No increíbles. Brotan, como el manantial bíblico. Mientras pensar, pensar, es cualquier nonsense. Y ahí ocurre, la catástrofe del ritmo. Ése es el momento del hecho en lo literario. La episteme epistolar de la letra. La peste al razonar, en conjunto, todo el procedimiento o todo el resultado por cuatro míseras frases. Una especie de tontera del texto. Un tic. Una ínfima desatención de lo arravesadamente académico. Una pobre manía de salvación por los verbos o por las rimas cadenciosas, y seguimos.
Las palabras que somos tan capaces de utilizar ya vienen con sus ideas propias sobre todo. Encima. Es y no es posible emplearlas vaciadas de contenido. Con un grado de impunidad, tan acorde a esos afanes. Cierta calamidad de la héjira de la literatura. Hay palabras que sólo funcionan en relación a otras. Se disponen cabalísticamente en un compás. O subordinadas a una férrea sintaxis del pensamiento dominante, a un lógica de la opresión. Las palabras saben de esos sencillos trucos. Las palabras que se desbandan, siempre juntas, logran un estilo, al final. Forman un estilo que tanto hiede como vanagloria. El estilo del dueño que vendría siendo, apenas, un obediente amaneramiento, de vez en cuando bello. Idéntico al no estilo de autor. A la no voz del amo. Que es diametralmente distinto a un silencio. Acorde a un signo, que vale, siempre, un nonada, pero cuenta más que cero en el sistema de valor. Aún los de la misma pobrecita calaña. La plusvalía de esa norma es el desasosiego del cannon. Un canon que no es otro estrépito que el fotograma de la mafia. Un ranking, tan famoso, del fracaso de la escritura propia. Un fogonazo tirado hacia la nada de lo que ya está mórbido. Petrificado en su gloria. Ni hay tal centro, ni hay tal periferia.
El que se parece, siempre, es el que perece, inmortalizado en el desacierto idiota de claudicar escribiendo un "cómo" cómplice, escribiendo un "para" acomodaticio, que más que pena asegura otras náuseas y otras componendas más bajas. La causa de la ruina en el mismo registro ruin y en la misma intensidad ruinosa.
Cuando, en lo literario, tanto en la prosa como en la poesía, alarde verdadero o simple acción es todo el resto que, mirá vos qué casualidad, jamás se mensura, tan insondable y tan fértil.
Pues, si del algo más sirve, en mí, al escribir unos sonetos irregulares, un profuso texto cualquiera, una novela introspectiva, un respondido cuestionario o un apólogo fallido, a esta misma altura de los acontecimientos, así semeja ser siendo lo análogo a la infancia del proceso, o su mímesis.
Y, por ahora, no puedo dar con ningún otro prefijo que se asuma como pertinente.





Las pasiones ocultas se alimentan de la vida de las personas, se esconden dentro de ellas, como los tifones se esconden tras las ciénagas, los montes y los bosques. Todo tipo de pasiones. Por eso en Inglaterra son sospechosos todos los que regresan del trópico.
"El último encuentro"

Sándor Márai



Poemas



Deseo

Ahora, Clodia mía,
celebremos juntos
la llegada de las fresias,
que antes del alba
nos coronen las estrellas furiosas,
esta primavera yesta felicidad
son el camino más largo.



Horror vacui

Gagarin sabe que la tierra
no es más que una quimera de los hombres,
confinados a este mundo, tan confiados.
Hay algo allá afuera que da pavura,
¿eso será lo que realmente nos mide?
Tan diminutos
los magníficos emprendimientos humanos,
aún los mil seiscientos kilómetros
de la gran muralla china resultan,
en la altura,
un insignificante verme...
Gagarin sabe pero no cuenta,
nada dice,
nada,
apenas sopla su té
que sorbe con estudiada parsimonia.




Tibias porfías


El viento y Plinio:
en el medio de tal porfía castillos, médano,
cuentos y espejismos sospechosos de toda laya,
pájaros que no pueden ser imitados, sirenas, moros,
moscas, ruda soldadesca, molinos,
animales de fuego, toda la china inexplicable,
otros animales que son del mandarín,
un mentiroso llamado Marco Polo
y un espía conocido como Mr. Burton,
el adelantado Don Pedro de Mendoza,
el alba y la aurora, rezos incomprensibles,
infinitos negros con tambores y grilletes,
una montaña de té, las tres gracias,
la peste bubónica, dos monos caí, (...)
Ho Chi Minh, y la nada espesa.
Tantos años después:
piedra sobre piedra en el pellejo del hombre.
¿Con cuál argumento exacto,
más drogados, emperifollados y soberbios,
alguien pretende detener lo que sopla?



La gloria entre las nieves

Bajo cero llegaremos a ningún lado.
La enfermedad es no tener sueños.
El trineo surca el blanco,
raja la inmaculada impavidez de la nieve sólida,
los pasitos de los perros y sus jadeos
son la única canción que conmueve.
Sueña Amundsen llegando al polo sur:
la gloria es la moneda de mi rey .



De, La lengua calibán

Ricardo Rojas Ayrala


Nació en Buenos Aires en 1963. Es escritor. Es Jefe de redacción de la Revista de literatura Los rollos del mal muerto. Publicó los siguientes libros: Sin conchabo corazón, poesía, Ed. El Caldero, 1993; Fabulosas alimañas de la pampa, narrativa, Ed. El Caldero, 1996; Hazañas y desventuras de Amulius y Numitor, narrativa, Ed. La Bohemia, 1999; Caligramas, poesía, Ed. La Bohemia, 2000; Miniaturas Quilmes, narrativa, Ed. La Bohemia, 2001.

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