miércoles, diciembre 06, 2006

SILVIO MATTONI


La clase de situación en que puedo escribir fue variando con el tiempo y diría que depende de cada libro. Cuando se trata de poemas cortos puedo hacerlos en bares, a cualquier hora, con o sin ruido. Incluso, para mi primer libro –que todavía estaba lejos de serlo–, cuando era estudiante y no tenía casa ni horarios muy definidos, escribí un poema en el parque de un hotel de las sierras donde se desarrollaba un típico congreso de literatura. Era de noche, sólo tenía un papelito, el dorso de un volante publicitario, y escribí el poema debajo de un farol mortecino. Me gustó el resultado. Pero era una situación irrepetible. Ahora escribo casi siempre en mi casa, cuando hay tiempo (a la mañana o a la siesta, nunca de noche).




Desde el principio y hasta ahora, uso el mismo tipo de cuaderno, tamaño "arte", con espiral, rayado de 80 hojas –si cambio de cuaderno, me cuesta ver dónde parar de escribir, dónde empezar a buscar el final de esa "sesión", porque aun en poemas largos, de varias páginas, los escribo de a ráfagas de no más de una página y media. Obviamente, escribo a mano, con biromes "bic" trazo grueso en general, porque con algunos rollers o microfibras me cambia el estilo, sale algo más lacónico, menos encabalgado –llamo "estilo" a la facilidad y a la velocidad, no es que me aferre a un modo retórico muy definido. No pongo música, pero tampoco necesito silencio. Lo único que tengo que saber es que no me van a interrumpir al menos por esa media hora o cuarenta minutos que lleva un poema para armarse. Suelo tener un plan por libro, más que por cada poema. Sobre todo me resulta necesario cuando se trata de poemas largos, seminarrativos, donde tengo que avanzar por partes, siguiendo recorridos, etc. Y cuando llego a encontrar el tema general de un libro, muchas veces ya empezado hace rato, entonces acumulo lecturas sobre eso, anotaciones, copio versos, recolecto materiales para incrustar en los poemas cuando algo me frena, me hace pensar en la mitad del camino y no sé bien hacia dónde voy. Casi no corrijo, aunque en algún momento sí lo hice.

Es en el pensamiento que se produce con el hecho de escribir, mientras que el otro, el que vigila y controla, me inspira desconfianza, apenas lo dejo editar un poco el libro, ordenar los poemas, poner y cambiar títulos, evitar redundancias no buscadas.

La corrección no significa nada para mí. Prefiero tirar el poema y hacer otro, totalmente distinto –después de todo, aun sin quererlo, aun odiando eso, termino escribiendo casi siempre lo mismo.

A veces empiezo con experiencias, acontecimientos que quiero poner por escrito, traumáticos o extremadamente felices. Para transfigurar eso, volverlo digamos que soportable, necesito alguna imagen y algún ritmo, que puedo tomar prestado de otros, busco entonces en los libros la vida más intensa que es la única que conozco, esta que va a terminar conmigo y que no tiene repetición.



Poemas


Olvida por un instante por un instante el usual y peyorativo
significado de sentimental, donde bajo esta
denominación se entiende casi todo lo que es vulgarmente
conmovedor y lacrimógeno, impregnado de aquellos sentimientos
familiares en cuya conciencia los hombres sin carácter
se sienten tan indeciblemente dichosos y grandes.

                                                                                                                                                           Friedrich Schlegel, Diálogo sobre la poesía





autobiografía


Nací en los suburbios de Córdoba,
a la noche, en un hospital de locos,
cabeza abajo y pataleando al cielo.
El aire del murciélago ya era
para mí una fábrica de espanto.
Me llamo Silvio, y naturalmente
no elegí la ciudad ni el adjetivo
paradójico. Un día me atraparon
con unos libros y llegué sin pausas
a la universidad. Algunas chicas,
como suele ocurrir, no me miraron...
Después encontré una y me casé.
Casi tengo tres hijas, cuando aplico
mi invierno a estos versitos, sus demandas
me tiran boca arriba y me retuerzo
de muda risa. ¿Me habré muerto afuera
de tanto ver el cielo que se torna
cada vez más hermoso?


alfabetización

No tengo más que un día en primer grado,
único recuerdo que no inventó
sus palabras. Seguro que mi cara
competía en blancura con la tela
del guardapolvo. Pero llegó el miedo
cuando unos profesores de gimnasia
pidieron uniformes, sogas, palos
de escoba recortados. ¿Qué pensé?
¿De dónde aquella idea de torturas
o de combates cuerpo a cuerpo? ¿Dónde
capté esa información interceptada
sobre un castigo que no discrimina
y pega a todos por igual? Me cuentan
que estuve ahí tres meses, ya vaciados
de mi memoria. Dicen: “otro día
te hiciste pis encima, la maestra
no te dejó ir al baño hasta el recreo”.
¿Canjearon la vergüenza incontinente
por las artes marciales tan temidas?
Y habré escondido la felicidad
de no saber leer y poco a poco
dibujar, descifrar mi paraíso.
En la siguiente escuela, que parece
eterna, saturada de minutos
de intensa expectativa y de niñitas
deseadas, quizá aprendí dos lemas:
no hay que mostrar el miedo ni el amor
- aprovechar el sabor de las bocas
con que la suerte besa -, y que siempre
es preciso fingir que uno es judío
para escapar del catecismo y ver
la risa de seis años de Judith.



casa nueva

¿Y dónde están los otros, tus amigos?
En cada barrio los chicos forman grupos
tan irregulares que apenas se llaman
“barras”, una dureza frágil para esculpir
cuidándola del agua que la derretiría.
En tus palabras abundantes que ignoraban
un secreto que hoy no sabría guardar,
aprendí un nuevo miedo. Justo entonces
empecé a convertirme en el monstruo
inaccesible que ofrece a la nada
un cuerpo infantil. Eras el verso
posible que busco. Versificaste
el ritmo de las hojas de los plátanos
cayendo amarillentas, la corteza
que sale y se renueva aunque millares
de chicos como nosotros la arrancaran
distraídos para compartir algo
que no se come durante esas parvas
de siestas silenciosas. Y a la noche
sin tus oídos diestros en la pieza,
donde fui el pánico con varias caras,
me preguntaba: “¿dónde estará el otro,
el que no volveré a ver, el que nunca
podré ser? ¿Qué soy, por qué en la oscuridad
constantemente escucho la voz de la muerte?”


lo olvidado


¿Qué fue dicho por el niño que vuelve
al lugar del martirio? ¿Ya sabía
lo que cruzó su cabeza al nacer?
El miedo a no poder perderse nunca
desde que habló y pensó, lo congelaba
como a mí el frío demasiado libre
para abrazarme las piernas. Tu sombra
quedó varada allá, limbo dichoso
donde estás extraviado, mi proyecto
de líneas sin abandono se alejaba
justo cuando mi más pequeño yo
confirmaba que no tenía asilo.
Ya no estás conmigo sino en efigie
y soy la sombra de ella, aunque seré
algún día el espectro de mis hijas.
Ojalá un dios fallecido me vuelva
tan olvidable como fue mi infancia.


¿quién es?


Soy el que habló. Antes de serlo,
fui una mosca, un ratón, una lombriz
esperando que algo me apresara.
De noche, mientras leo me distrae
una araña en el techo. Veo sus patas
asomadas en el borde de plástico,
esperando. Una polilla da vueltas
alrededor de la lámpara. Mi frase
pensada se interrumpe: ahí está
enteramente negra, caminando
a una velocidad espantosa. Quieta,
la noche muda se tragó el zumbido
que acompañó mi libro. No le ruego
a nada, pero pido ser un pájaro
que llegue hasta allá arriba donde ella
chupa jugo de insecto. Salir, huir
de la pieza. ¿Cómo podré apagar
la luz, dormir cuando sus pasos suaves
golpeen al revés lo que me cubre?



paisaje

¿Era yo el que miraba las sierras
con la birome en la mano rayando
el piso de la carpa impermeable?
El miedo a un cuerpo que cada mañana
parecía acercarse a lo que todavía
no digo. O el saber que mi cara
no era carnada para tantas presas:
mi gesto prisionero de esas risas.
Cada escenario en mi memoria esconde
un fondo de silencio. ¿Soy
el último, el que va a morir
un día? El mismo en que escribiste
por mera necesidad tus palabras
de ciego. ¿Montañas, árboles, río?
En letras de niño, sobre esa lona
pusiste una verdad a tu medida
y disfrutaste del primer elogio.
Y no querías los dientes accesibles,
la carne pobre, sino tener el hambre
de la chica que mordía otro anzuelo.
Ninguna lechucita de ojos zarcos
te dará nunca lo que no quisiste.
La noche te deja solo, me voy
a salpicar de vino mi vergüenza.
Bajo esta lámpara no recuerdo nada
que pase por un verso. ¿Para qué
esperar aquella luz anterior
invadiendo lo que no busqué? Yo,
un ridículo interior con paisaje.


alguien mató algo

Voy a decir solamente algo,
la cosa que fui, incrustado
en la uña, en las esférulas de polvo
sacudido a la luz de la mañana.
El animal que habla, el lenguaje
que se mueve, el padre, el hijo
y el cuerpo sacro. La primera vez
que entendí la muerte, ¿de verdad
entendí algo? ¿O era sólo
algo para decir, la imagen del interruptor
y su clic instalando la negrura?
¿La ausencia de movimiento o acaso
lo que del sueño no se recupera?
Pero no, no es posible imaginar
nada sin mi presencia, ¿quién
podría decir ese algo de olvido
sino la cosa ida? Deténganse
y toquen esta piedra sin leyenda,
la celulosa efímera, los trozos
de metal en mis dientes. ¿Sirve de algo
decirlo ahora o deberé anotar
la risa permanente de mi hija
que seguirá sonando, por su dios,
cuando yo sea rastro de dolor
o de alegría en ella? Quiero hacer
la verdad del puntazo en el plexo
que el tacto y la escritura mitigaban
como una araña cartilaginosa
estirando sus patas dentro mío
por el ligero temblor de la tela
que soy, tapiz a medias enrollado
buscando el carretel inexistente.


el recluso

Leo a un poeta que se miente: “el mundo
no sería igual sin mí, algo
se habría retirado y el vacío
dejaría una estela en la presencia
más plena de las cosas”. ¿De qué mundo
estaría hablando? Esta pieza y sus límites
de ladrillos, mampostería y cal,
¿puedo decir que duran más que yo?
Todo se desvanece a cada rato.
Quisiera convertirme en lo que fui:
una chica, un arbusto, una tortuga
y un mudo pez en el fondo del mar.
No, nadie se escucha hablar y el tono
de mi ronca vejez será escuchado
por otros, como el chirrido de goznes
que no llega a despertarme. Escribo
acunado por cuerpos que se van
a repartir su sangre en otro lado.


aventuras

Voz distante, un niño juega en la calle
pero ya se hizo de noche, alguien llama:
“entrá”, le dicen, “entrá que es tarde”.
¿Soy yo? Caen las primeras gotas
sobre el asfalto tibio, y otras mueven
las hojas amarillas de los plátanos
que susurran como si respiraran
tras el tórrido calor de la siesta.
Mi madre habla por teléfono, miro
sus dedos que destejen una trenza
de nudos invisibles. ¿Qué hacer? Prendo
la televisión, nada; otra vez abro
las páginas de un libro de aventuras
que sé casi de memoria: “Un capitán
de quince años”. ¿Cuándo llegaré
a esa edad en el dominio del cuerpo?
Mentiras de otro siglo, nadie nunca
salvó así a sus padres en el África.
Pero era la madre, adoptiva, ¿qué
me devolvía siempre al devocionario
del joven huérfano tan agradecido?
Más allá del balcón está esa vida,
aunque también los negros, las serpientes,
las mil formas en que un mafioso mercante
puede someter a un muchacho. ¿Quiero
tener la valentía de ir afuera
o admitir que se consume y pierde
mi juventud como si fuera antigua?
Entre esos africanos, el efebo
capitán no tenía ni una chica.
Yo encontraría después en Salgari
las perlas blancas y los labios rojos,
un ideal concreto, el premio al riesgo.
Viejo niño danzante, si el deseo
de hacerlo te conmueve, ya tenés
bastante luz sobre el piso y la mesa
para jugar con la sombra de tu mano
a lo que no querés ser. Se termina
la lluvia, el libro raudo que viviste
y no vuelve. Otra vida no tengo
que me lleve del cuello como un perro
hacia un futuro en que pueda pensar
en lo que pasa. Apago la luz
y siento la ventana oscura, apenas
la ilusión de lo cóncavo, carente
de estrellas el plato hondo de la noche.


fiebre

Cuatrocientos cincuenta instantes, ella
durmió con la cabeza entre mi cuello
y mi pecho. Respiraba agitada
por la fiebre y en su ronquido rítmico
yo intentaba escuchar qué pasaría
con el sueño, con la enfermedad. Pero
¿soñaba acaso sin palabras sobre
una almohada de huesos, mi clavícula?
“Quisiera preguntarle al gran espejo
libre de gripe, a la velocidad
de tus meses de vida, que ahora oprimen
apenas mi garganta, qué será
de vos mañana, pasado, de aquí
en veinte o cuarenta años, cuando yo
no pueda sostenerte y lo que digas
dependa de otro mundo.” Traté entonces
de dormir: imágenes desconocidas
y signos dibujados por detrás
de los párpados sobre la pared
en mi noche secreta. Sólo supe
que no me traerías pesadillas
y que pesabas menos que una pluma.


visitas

Suben las escaleras, buscan túneles
para combinar líneas, ya no saben
cuánta belleza cabe en sus cansadas
caras. Sigo la ley de los viajeros:
“haz lo que vieres”, y pienso en mi memoria
más de un noventa por ciento feliz.
El aire llega de la superficie
y hacia allá voy. Dos viejos escritores
me harán sentir Mercurio por un día.
“Vuelo con lo que compro y lo que vendo
en este puerto de rivalidades
despiertas. Perdonen si les traigo
una oda provinciana a Buenos Aires.”
A la noche, la risa y los paseos
parecen repetirse eternamente
en el ómnibus negro. Cuando empiezo
a dormirme, una voz entusiasmada
me dice “así lo quise”: son promesas
reclinando el asiento y proyectando
lo que sí somos, lo que sí queremos,
en la pantalla turbia de los libros
que sueño con leer.


entrelacs

La poesía era un confidencia
para los muertos. Nadie me veía
escribiendo cuadernos que perdí.
De memoria, los digo de nuevo
como cuando trenzaba hilo sisal
para mi clase de manualidades.
Apenas un efluvio tenue
de aquel olor en mi pieza cerrada
se despierta ahora, y parece inútil
querer apresarlo. Pero no era
del todo en mí que pasaba algo
por mis palabras. Viene de muy lejos
el susurro imperceptible, persiste
en ríos subterráneos, se diría
que dioses diminutos entrelazan
sus cuerpos y el roce de la piel
espanta porque no podrá tocarse.



memento

Recuerdo un momento humillante y otro
casi dichoso: tengo nueve, diez años
y me raparon porque los piojos abundaban
como ideas ávidas en mi cabeza;
cierta niña ya histérica pregunta
a su hermanita menor qué le parece
mi cara: “No me gusta, aquel de allá
tiene más lindo el pelo.” Pasan rápidos
años, clases, de la escuela pública
de cariñosos pobres al colegio
sólo para hombres y sus entenados.
Y el profesor de homosexual
literatura preceptiva o retórica lee
mi amena descripción de ruinas
y me pregunta en dónde la copié.
“La hice en un rato, sin pensar
en nada.” “Aplaudan que tenemos
a un nuevo Oscar Wilde.” Los amigos
gritan de risa. ¡Si supieran
cuánto veneno arroja el maestrillo
al poético efebo que nunca alcanzará!
Si estás vivo, leyendo, te perdono
la resentida sospecha. Podrás ver
que mi cinismo infantil se ha borrado
justo cuando repito un par de técnicas
métricas, escolares. Y el dolor
que habrás acumulado en esas aulas,
en tus poemas de fin de semana,
se parece hoy al mío, al de cualquiera
que recita en silencio y en el fondo
se enfrenta con la muerte antes de tiempo.


incipit idyllium

No, no es la puerta que crucé al nacer,
ni una ventana al morir. ¿Qué vuelve hoy
entre el polvillo flotante del invierno
bailando con el sol de la mañana?
¿Cómo llegaron hasta mí esta niña,
su llanto persistente que me dice:
“ahora, ya, ya, ya...”? ¿Qué dios de mayo
me empujó a hablarte en esa construcción
de plástico y cemento, donde sufríamos
vos, ella, yo, vagas ambigüedades
por infringir las reglas de concordancia?
Nuestros paraguas descansaban juntos
y algo nos distraía del pudor
que en vano desplegaba su habitual
manto sobre la clase de gramática.
Al poco tiempo, un día me llevaste
hasta mi casa, con tu piloto beige,
tus manos pequeñitas manejando
y tu certidumbre de niña
que ha crecido hacia adentro, y pregunté:
“¿A vos te gusta coger? Para mí
es apenas un limbo que permite
hablar mejor.” Hablar como ya entonces
sin habernos tocado yo te hablaba.
“No es lo más importante”, contestaste,
con una risa oculta. ¿Percibiste
que no habría sorpresas, sólo gracias,
descubrimientos de mí en vos,
de vos en mí? Y aunque queríamos
gozar de la belleza, conocernos,
pusimos el deseo en las palabras.
Y cuando las dijimos siguió el tiempo.
Bajo el arco del cielo fuimos flechas.
Tenemos una pieza, estamos solos.
Nos sacamos la ropa, los dos vemos
un cuerpo más hermoso que el ansiado,
el adivinado. Besos de bajo
bisbiseo. ¿La escuchaste, la viste,
a esa vida pasada que se iba?
La suave crema del futuro unta
nuestros sexos cansados, insensibles
por un instante. Nunca supe
por qué lloraste esa noche, después,
acostada, desnuda y revisando
la pulcritud del techo. ¿Fue placer,
fue pena o despedida de otro cuerpo
que ya no volvería? ¿O la emoción
vacía que altera todos los líquidos
internos y extraños? Era imposible
que sospecháramos en cada lágrima
tuya, en cristal nocturno, una
nena, tras otra, tras otra, y vos
eras su madre y la mitad del padre
cuando sonó tu llanto en el deleite,
cuando miré en tus ojos el silencio,
espléndida como aire que relumbra.



bautismo

Si creyéramos en dioses, dirías
que la fluorescencia de los escorpiones
sólo les sirve para que los biólogos
puedan cazarlos en la noche oscura.
Pero aquí estamos sin ninguna fe
bajo el techo barroco de la iglesia
y hasta el oro envejecido se opaca
para confirmar la muerte. ¿Podrán
unas palabras apenas, en un punto
dichas, en este cuerpo que algún día
ya no estará, decir, salvar
la vida de la niñita que duerme
ahora que parodiamos viejos ritos?
Pero a ella no le importa lo que somos,
lo que no queremos, le alcanza y sobra
el sueño y la comida. El futuro
no nos pertenece, aunque a la nada
pidamos una hebra afirmativa,
un hilo rojo en el vestido blanco.
Si habláramos, con suerte te diría
que hay otra fluorescencia en la que creen
las niñitas impávidas, la luz
de Campanita que existe únicamente
por la fidelidad. ¿Cómo empezar
a olvidar que este cuerpo sin palabras
será de la vejez y del vacío?
Ay, hermano, la cola del alacrán
me atraviesa el plexo. Nunca veremos
su cara de abuela. Pero el fulgor
es uno solo, y el veneno del bicho
circula en las nervaduras del hada
como esa eternidad que no deseamos.


bonus track

el muñeco

Iba a bajar del auto y lo encontré:
un muñeco tirado en el asiento
de atrás. Seguro que una de ellas lo había dejado
sentado ahí como un hermano nuevo.
Era un varón desde que la más grande
lo bautizó en honor al hijo
de una amiga de sus padres. Después
las otras lo pasearon, lo acunaron.
Sobrevivió a mudanzas, al negro remolino
que se traga las cosas, al cansancio
de los niños ansiosos ante el juguete usado.
¿Tendrá algo que decir? “Vamos, te llevo
conmigo”, pienso; vuelvo a arrancar
el motor de dos litros y su leve susurro
esconde una potencia exagerada.
Pongo al muñeco, la imagen de un bebé,
en el lugar del acompañante. No prendo
la radio. Viajamos en silencio iluminados
por los rayos del sol sobre la calle.
Manejo hacia un abismo donde el tiempo no existe
con un objeto que tiene rostro y nombre,
aunque no muerte. ¿En qué lugar quedó
ese mensaje escrito que ellas nunca
recordarán con frases que sabían decir?
Afinaban la voz y te acostaban
en un cochecito para llevarte
de la pieza a la cocina, de una casa
a la zona de visitas. Tus párpados
apretados como en un comienzo
muy lejano no se abrían y la ceguera
te permitía escuchar. Tímidas manchas
en tu cara de plástico o el tono
percudido en la tela de tu cuerpo
son cuentos que recibiste de la mayor,
que te dio el nombre, la segunda,
que te dio movimientos, la más chica,
que hoy te da vida nueva y se prepara
para olvidarte. No sé si haberte visto
acá en el auto, perdido contra
la pana gris lujosa del siglo pasado,
será un anuncio del fin de tu cuidada
existencia. Un ruido que ha crecido en el escape,
la falla a veces del levantavidrios
eléctrico me dicen que los autos
no suelen durar mucho, y los juguetes
entregados a un deseo que sigue
las leyes de la novedad, ¿qué podrán
esperar? ¿Qué puedo encontrar yo
mientras demoro mi vuelta a una casa
construida antes de mi nacimiento?
Convertirse en huella, rasguño de memoria
como tu gesto fijado en moldes
de una lejana fábrica en Oriente,
no es un destino, es desaparición
de la energía en la luz que se consume.
Va y viene el equilibrio, doblemos D...,
así te llaman ellas, vamos a ver
cómo ha crecido el río esta mañana.


Silvio Mattoni



De, Poemas sentimentales



Silvio Mattoni nació en Córdoba en 1969. Publicó los libros de poemas El bizantino (1994); Tres poemas dramáticos (1995); Sagitario (1998); Canéforas (2000); El país de las larvas (2001); Hilos (2002); El paseo (2003) y Poemas sentimentales (2005). Algunos de sus numerosos ensayos se reunieron en Koré (2000) y El cuenco de plata (2003). En 1992 ganó el concurso de poesía Enrique Pezzoni. En el año 2004 obtuvo la beca Guggenheim. Da clases de Estética en la Universidad de Córdoba. Tradujo libros de Catulo, Cesare Pavese, Yves Bonnefoy, Louis-René des Fôrets, Marguerite Duras, Georges Bataille, Simone Weil, Henri Michaux, Francis Ponge y Pascal Quignard, entre otros.




4 comentarios:

Anónimo dijo...

Silvio,
te escuché leer el martes en el CCC y compré un libro tuyo, el único que tenían ahí, El país de las larvas, y lo leí entre ayer y hoy en los subtes de ida y vuelta mientras afuera llovía. Ahora leo tus poemas en el blog y me gustan todavía más, la simpleza despojada y dura de las emociones más profundas. Te felicito,
Flor Fragasso

Anónimo dijo...

Estimado Silvio,

Soy editor de Textofilia, revista mexicana de literatura y arte. Me gustaría contactarte para hacerte una propuesta y pedirte una autorización. ¿Podrías proporcionarme un correo electrónico al cual escribirte?

Recibe un saludo desde México,

Ricardo Sánchez Riancho
rsanchezriancho@textofilia.com
rsanchezriancho@yahoo.com

Anónimo dijo...

Estimado Silvio,

Soy editor de Textofilia, revista mexicana de literatura y arte. Me gustaría contactarte para hacerte una propuesta y pedirte una autorización. ¿Podrías proporcionarme un correo electrónico al cual escribirte?

Recibe un saludo desde México,

Ricardo Sánchez Riancho
rsanchezriancho@textofilia.com
rsanchezriancho@yahoo.com

Anónimo dijo...

Silvio, tu Prólogo en 2002 a la selección de obras de Bataille es maravilloso. Es placentero leer pasajes de tanta admiración, de tanta sencillez entreverada. Escribís muy lindo.
Saludos respetuosos.
Evangelina