viernes, noviembre 03, 2006

CARLOS JUÁREZ ALDAZÁBAL



Creo que siempre estuvo el rito de las agendas, que al comienzo era el de los cuadernos, porque me dedicaba a llenar cuadernos con jeroglíficos indescifrables para todos (a veces incluso para mí) en los que se ocultaban los poemas. Actualmente de ese rito me queda una agenda de 1993, con manchas de mate y de café. Nunca deja de sorprenderme el espacio que tiene: parece que las hojas en blanco se reprodujeran solas. Otra ritualidad es el murmullo: armar poemas caminando, trotando o durmiendo bajo el sol, en una plaza, demorándome en la musicalidad del idioma. Después transcribo esos sonidos, sea en mi agenda o en la computadora (la máquina de escribir fue una tecnología por la que transité muy brevemente). La poesía (murmurada o escrita) para mí no tiene un lugar específico: puede suceder en cualquier sitio. Siempre intento estar preparado, lo que no significa que a veces los poemas se me escapen. Pero cuando el poema viene sin aviso y uno está preparado no existe distracción ni ruido que puedan sujetarlo. Lo importante, en mi opinión, es que el silencio se produzca en la atmósfera mental: he llegado a escribir poemas en pizzerías llenas de comensales, transformados en un desdibujado telón de fondo para la escritura. Lo más común es escribir sobre lo que va surgiendo, pero también he pasado por la experiencia de un armado poético a partir de una investigación. Se trató de una búsqueda en la que tuve que recurrir a ciertos recursos etnográficos. Pero el plan también implicó, al menos en mi caso, la honestidad de escribir lo que la conmoción me dictaba. La poesía siempre dice lo que quiere. Las decisiones en el momento de la corrección son, en mi opinión, las que determinan el estilo de un escritor. Y si ese escritor es un poeta la afirmación se duplica. En mi caso, es algo que me preocupa obsesivamente, porque siempre estoy volviendo sobre los textos pensando en posibles mejoras (por ejemplo, cuando publiqué mi segundo libro incluí el primero para volver a corregirlo. Y si hoy hiciera otra edición de esos poemas volvería a retocarlos). La relectura de lo escrito puede darse con "descanso" o sin él. A veces, algunas afortunadas veces, los poemas salen de un tirón y con su forma definitiva: a pesar de que uno los relee (sea un día, una semana, un mes o una década después) con intenciones de cirujano nunca encuentra el lugar adecuado para la incisión. Pero esos poemas saludables son las excepciones. En general siempre se precisan vitaminas, y en algunos casos serias operaciones que no garantizan la salvación de un inevitable deceso. No sé si es por la tradición poética de Salta, donde la copla anónima y su equivalente musical, es decir la baguala, han alimentado la poesía de autor. Pero lo cierto es que en mi caso lo primero que aparece es el sonido. Sin embargo, a través de esa estructura musical muchas veces me es posible visualizar lo que estoy diciendo. Es que la poesía es ritmo, pero también imagen. Es invención verbal, pero también descripción del mundo. Podría agregar, para terminar, algo que se publicó en la revista pampeana Museo Salvaje: Debo confesarlo: desde que se me ocurrió garabatear un papel con la esperanza de encontrar un poema me he acercado bastante a la alegría. Esos primeros momentos de escritura, que significaron en la infancia encantar la realidad, fueron amplificándose, como ecos, en mis intentos literarios posteriores. Encantar la realidad nunca significó prescindir de ella: por el contrario. Siempre procuré recordar los horrores reales para que la palabra cumpliera su tarea salvadora. Aún no me he salvado. Sigo escribiendo, que es como decir "sigo viviendo", para que la realidad no me destroce. Siempre he pensado a mi poesía como una traductora de experiencias. Y es eso lo que aparece en estos poemas: la experiencia de la infancia en Salta, la experiencia del desamparo en Buenos Aires, la experiencia de la indignación frente al genocidio cometido contra los selk´nam. Pero por encima de lo anecdótico nada ha cambiado en mi escritura. Las elecciones temáticas son excusas para repetir obsesiones. Estos textos están hilados por el fino umbral de la muerte, la región que nos contiene, que nos contendrá a todos. La tarea de un poeta, me parece, consiste en formar una voz para domesticar a la muerte. Esa voz, que no es otra cosa que el estilo, se sobrepone a lo temático, sobrevive a lo retórico y, finalmente, es lo que permite repetir en cada ritual de escritura el garabato primero, la inexplicable pulsión que se traducía, entonces como ahora, en la alegría del poema.


Poemas

 

EL FRASCO

 

                          A veces disimulo y no escribo.

                                Raúl Aráoz Anzoátegui

 

Tengo un frasco de tinta

que escribe esmerado sobre el tiempo.

Es un frasco celeste

                 como esperanza arruinada por los buitres,

es un frasco de adobe

                  que repite al hornero enaltecido

                  por el martirio constante del asfalto.

Tengo un frasco de tinta.

 

A veces me descuido

y un río de palabras ahoga mi alfabeto,

                        desborda los contornos

                        de este estuario,

y el frasco se me agota.

 

A veces me equivoco

y en vez de poner tinta

descargo el contenido de mi pulso

       y el frasco se ennegrece

                como el corazón de dos amantes muertos

                        a la hora de amar.

 

Tengo un frasco de tinta.

Me da pánico que el miedo se lo robe.

 

 

A MODO DE CONCLUSIÓN

 

Es un rostro asombrado el que me espía

por el cristal que cuelga del fracaso.

        Es el rostro de un muerto.

 

Ayer han enterrado al que soñaba

con milagros marinos, con pesadillas

              tales

como el rostro de un dios en el espejo,

como su rostro odioso sobre el mío,

como mi rostro espiándome la tierra,

               mordiéndome en el sueño del cansancio.

 

Siempre es lo mismo.

 

Hoy no han traído flores a este sitio

       y la tristeza es tanta

que uno se pone a escribir

               y así se pasa el día.

 

De La soberbia del monje, 1997

 

LA HAMACA

 

Para ser del árbol

había que convertirlo en mecedora

      columpiarse en sus hojas

                         acuchillarlo

          estarse quieto

             como chicharra fósil

                       aturdida

                   emparentada a la corteza

                             atada al tallo

      para ir y venir en pertenencias

                chupando de la savia

                        que suplicaba

                             la poda de la cuerda

      para dar frutos.

 

FEBRERO

 

A mi hermana

le crecían nubes en las uñas

cuando el carnaval se acercaba

al tumulto de las siestas.

Ella conjuraba el agua

para que las ondinas expresaran

su contento desde el aire

                          que chicoteaba la ventana

                  para asustar a los duendes

                                 arañadores de techos

                                            y de tejas.

Yo me escapaba con los duendes

porque aborrecía

                que las ondinas

me lamieran los huesos con sus lenguas de agua,

porque aborrecía el sudor de boca

que reverberaba en las sombras

escalofriándome el ánimo.

Al instante

           mi hermana se enojaba

y un duende arrepentido

resbalaba en el llanto

y el rito se cumplía

por el carnaval atrapado en las lágrimas,

por las ondinas graciosas

     transparentadas en sol

             que acariciaban la nostalgia de la brisa.

 

A las siete de la tarde

ya estábamos adentro, merendando,

imaginando el destierro

del patio y de sus seres, del carnaval

 

y el momento amenazante del olvido

que se cernía sobre la ciudad

como la certeza de la noche.

 

CONCEPCIÓN PATERNA (fragmento)

 

I

Padre mío,

que estás en alguna parte

de mi sangre emplastada,

santifica mis glóbulos blancos,

ven a mis vísceras, mis úlceras,

haz que mi voluntad te olvide

y págame las deudas, los miedos, los pecados.

 

        Con palabras

     no me libres del mal

                   a menos que se pueda.

 

 

 

II

 

"Heredarás la tierra", me dijiste,

y me entregaste una pala

para cavar la tumba.

"Heredarás la tierra",

y me dejaste el aire

con un tatuaje negro

atravesando el almanaque,

atravesando el nacimiento de mi fémur,

el fétido principio de tu muerte.

"Olvidarás la tierra", decretaste entonces,

y me clavaste un poema suspendido

sobre el vértice achatado de mi espalda,

entrecortando las quimeras que crecían

y revocando la ausencia

    de la tierra heredada.

 

III

 

El bronce que te escupe

en la madera lustrada

me mira burlón desde la neurona,

desde el recuerdo inventado,

desde la televisión,

desde mi infancia inmolada

                  en el diamante,

           carbonizada sobre el césped,

                       sobre el humus,

                       sobre

                el bronce que te escupe

                en la madera lustrada,

                         que me escupe,

                                 burlón,

                                        como si nada.

 

De Por qué queremos ser Quevedo, 1999

 

RÉQUIEM

Como esos ejes:

así daba vueltas el trompo de la infancia,

así se divertía el trompo bailador

mareándome el sentido de las cosas.

 

Una rueda se adentra en el camino

seguida por la otra

que le pisa la huella distraída

y se enrolla en sí misma

como un perro brillante.

 

Así mi bicicleta va rodando,

así me lleva

ahora que el rumbo no ha querido seguirme.

 

Pasamos por un bosque.

 

La bicicleta llora con su aceite oxidado

(que me extraña me dice)

y yo acompaño con el pie su lamento.

 

Así vamos llegando.

 

Los dos por las cornisas

del viejo purgatorio,

tramo final donde la piedra

                                     presagia la caída.

 

Orquesta del destino.

 

Hacen un dúo la sangre y el aceite.

De El caserío, 2007

 

MAGIA

Hacer la palabra

como se hace el fuego,

hacer una nube

con el color del sol,

una forma de agua

para que sueñen peces,

un resplandor, una promesa.

 

Hacer la palabra

para vencer la muerte,

esa manzana roja,

esa boca ofrecida,

ese silencio justo

sin luces ni canciones,

ese barco que pasa y que te lleva,

tan lejos del murmullo

                                de los vivos,

de los versos leídos,

de los versos que fuiste,

cuando llega la lluvia y todo nace.

 

De Mauritania es un país con nieve, 2019

 

 Carlos J. Aldazábal, nació en Salta en 1974. Sus últimos libros de poemas publicados son: Piedra al pecho (2013), Camerata carioca (2016), Mauritania es un país con nieve (2019) y Paraje (2021). Obtuvo, entre otros, el primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación (1997), el primer premio del II Concurso “Identidad, de las huellas a la palabra”, organizado por Abuelas de Plaza de Mayo (2001), el Premio Alhambra de poesía americana (Granada, España, 2013), el XLIII Premio Ciudad de Irún de poesía en castellano (País Vasco, España, 2019) y el Premio Olga Orozco del Fondo Nacional de las Artes (2021). Su poesía ha sido incluida en antologías nacionales y extranjeras y traducida a varios idiomas. Es coordinador del Espacio Literario Juan L Ortiz en el Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, director de la editorial de poesía El suri porfiado y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.

 

 

 


 



1 comentario:

Anónimo dijo...

Escuché en el Encuentro de Poetas del Sur de Santa Fe (2008) la poesía de Carlos por primera vez. Escuché esa música de la que habla, en su poesía. "La música es el estado original del pensamiento poético".
Celebro, Carlos, la alegría del poema que te salva y nos salva.
Y agradezco a quienes hacen el blog por incluir a tan grandes poetas.
un gran abrazo,
Cecilia