lunes, noviembre 20, 2006

SANTIAGO SYLVESTER





Esa pregunta me hace dar cuenta de que soy muy poco ritualista. Tal vez esta falta de rituales termine configurando algún ritual, como por ejemplo anotar frases, ideas, en pedazos de papeles sueltos que siempre tengo a mano, y después pulir al pasar en limpio lo anotado. Las notas puedo hacerlas en cualquier lugar o situación, aunque predomine mi propia casa, sobre todo cuando estoy leyendo. Tal vez funcione la lógica conectiva, en la que una cosa trae la otra, y así aparecen las orejas de los poemas, después hay que sacarlos. He escrito con y sin plan, aunque en algún momento los poemas se terminan ordenando alrededor de algo: tengo varios libros con tema unitario, y eso responde necesariamente a un proyecto. Toda mi vida ha circulado alrededor de la lectura, pero no hago investigaciones ni lecturas especiales, más bien sucede que, una vez que ha aparecido el asunto central, todo lo que leo, aún lo más lejano, se orienta en la misma dirección. En cuanto a la corrección, no suelo dejarlos descansar porque soy obsesivo con la escritura y ella conmigo,  una vez que entramos en contacto, no nos dejamos en paz. Mi método de trabajo podría resumirse en la fórmula: escribo rápido y corrijo despacio. Con la corrección soy bastante maniático, y tiene un aspecto que francamente me da placer. Los poemas aparecen en y con palabras. Ahí es donde los encuentro, aunque el tema sea la vida real, la calle o un café.


***


Mi infancia transcurrió en Salta, en un patio poblado de macetas y canteros: una felicidad provinciana tan perfecta que me pasé media vida recordándola. Sin embargo, pronto me fui de allí; es decir, supe pronto que la felicidad dura poco, y ésta es una de las razones de la poesía. En general, de la literatura. Se escribe, entre otras cosas, para recuperar una felicidad perdida, y a la vez porque tenemos la certeza de que eso es imposible. Se escribe, pues, desde una amputación: desde una pérdida metafísica que nos obliga a salir, movernos, buscar el pedazo que nos falta. La poesía es una prueba de que la vida no está completa: hay un hueco que se debe llenar, una herida que tarda toda la vida en cicatrizar. Me he pasado la vida escribiendo poesía porque hay algo mío que no está donde yo estoy.  (fragmento de una entrevista)


Poemas



LA RÓTULA

De la rótula conozco, sobre todo, la palabra rótula.
No sé qué sabe la rótula de mí, tal vez que hablo solo y
           duermo de a pedazos,
pero ocurre que nos necesitamos, nos debemos favores, y
           eso cuenta al hacer el inventario.

Ella es un énfasis entre vocales graves,
yo un peso arbitrario, propenso a caminar sin rumbo.
Ella viene del latín, de boca en boca,
yo vengo de Salta, de tropiezo en tropiezo.
Ella se incrusta como un acorde haciendo fuerza,
yo digo mi opinión: enfermedad sagrada que agradezco a
         Heráclito.

Y aquí estamos los dos, sin saber el uno
casi nada del otro, pero ambos
capeando el temporal cuando lo premonitorio
habla de una dura década
que ya habrá comenzado,
y el dato de ese cálculo soy yo:
         pieza llena de mañas
         que ha llegado hasta aquí
         gracias a la complicidad de lo que ignora.


(de Escenarios, 1993)



El tiempo cobra peaje a todo lo que ha nacido para durar.
Peaje a la belleza, al porvenir, al odio;
peaje a ese montón de pelo atado en la nuca de la mujer,
a la mirada del hombre,
a las palabras que se dicen, al sentido:
            peaje aun sin saberlo,
            como existen caminos aunque no vamos a ninguna
                      parte.

Ellos se han sentado allí, mesa de por medio, con la
            intención de eternidad que aturde a todo lo
            transitorio: solos y a la vez acompañados,
            en estado de mudanza;
condenados a buscar cómo se sale de la contradicción.
El tiempo cobrando peaje es infalible;
y yo mismo, a mi pesar, sin ser el tiempo cobro peaje:
            no soy el tiempo, pero soy el que mira.


(De Café Bretaña, 1994)






(perseverancia del halcón)




Tiene nombre ilustre
y lo protege la serenidad: vuela sin inmutarse por el espanto
de esos pequeños alborotadores que resguardan huevos y
pichones:
                       él
con alzada majestuosa
y ojo directo
busca comida.
                      
                     Por estas quebradas
pasó la historia: él
vio todo: gente a manotazos, escapando o persiguiendo:
                     huestes perdidas, el murmullo de muertos que se
                     escucha promediando enero: una partida de
                     gauchos al acecho, la cabalgata heroica de pobre gente
obligada al heroísmo:
y vio también el merodeo, el desplazamiento: los restos
                     de una civilización que ha prescrito: piedras y
                     cantos con alguna ceremonia:
                                                                  él
vio todo desde su vuelo impertérrito: no juzga, no invoca,
                    no confía: tiene hambre.

Vuela, aterra, y todas las tardes
organiza ese escándalo; desde aquí
lo veo: sabio, sin prisas, esperando
que todos nos volvamos comida: historia, huesos,
                    animales,
persona.

(de El reloj biológico, 2007)


(posiblemente el unicornio)


Un unicornio mira desde tierra firme el Arca de Noé: lo
olvidaron al cerrar la compuerta.
Después vino la lluvia, y otra vez la lluvia. Peces,
pájaros y caimanes, más los zancudos que caminan sobre
el agua, tenían su habilidad
y no sufrieron sobresalto en la cuarentena más húmeda
que se recuerda;
el unicornio, sí.
Elefantes, caballos,
quirquinchos y corzuelas
estaban bajo techo en la chalana célebre
cuando se vino abajo el cielo inhóspito: cabras, gallinas
y tortugas (“ese
interesante animal que es a la vez
animal y domicilio”)
iban a salvo de cualquier diluvio;
el unicornio, no.
Por este olvido llegan de vez en cuando noticias de algo
que se perdió en un mapa antiguo, en algún
pergamino tapado varias veces por el polvo: señales
confusas que ya vienen de ninguna parte: restos flotantes
desde antes que el tiempo se volviera historia.
Y sólo queda el olvidado, el que no pudo ser,
el que dice cuando un artista atacado por el virus místico
lo rescata en un tapiz o en el cuadro de alguna sacristía:
“nací perdido y no quiero que me encuentren”; y mira
desde tierra firme.


(de La palabra y, 2010)


(nada como una buena salud)


Es increíble la cantidad de remedios: para cada mal, una cura:
para el mal de ojo, el asma, la mala fe;
hay ungüentos para el cuerpo y para el alma: ambos lo
                 necesitan, y a veces es el mismo:
se curan el desencanto, las aguas negras, el orzuelo: hasta
                 la ignorancia
tiene cura o mata.

Hay gotas para ver mejor
y para no ver;
diarrea, paso del tiempo, secreciones, caspa, desconcierto:
                  a cada uno su antídoto.
Para el descreimiento, cataplasma;
para el abuso de fe, antifebril: el método socrático
                  también sirve;
si se le enferma el yo, no olvide que está hecho
y puede estar deshecho: su enemigo es el sarro de la
                  satisfacción: se quita con lejía.

Si su empacho es de pasado, quítese el chaleco, combata
                  el monumento abstracto;
si hay exceso de futuro, no haga nada: un lustro más y
                  estará como nuevo;
lo peor es abundancia de presente: da jactancia: y ahí sí,
                  purga de la fuerte: que raspe hasta el hueso;
y no se crea inmortal: también eso tiene cura.


(de El que vuelve a ver, 2016)



(la primera vez)


Cada vez es más difícil hacer algo por primera vez: cuestión de
             tiempo para saberlo.
La primera vez que como una fabada, que leo un soneto,
que me acuesto con una mujer;
la primera vez que veo un muerto, un río crecido, dos perros
              peleando en la calle:
ya nada de esto es posible.

Acumular experiencias es buscar seguridad,
pero siempre queda algo para la primera vez: un deporte que nunca
              practicamos, tocar un instrumento, un amor del que
              ignorábamos todo, una ciudad que no está en los mapas;

siempre habrá algo nuevo si nos empeñamos en buscarlo,
incluso el riesgo de hallar lo no querido: por esta línea merodea la
              muerte,
siempre atenta, siempre queriendo acontecer,
siempre por primera vez.


(de Llaman a la puerta, 2019)




Santiago Sylvester


Santiago Sylvester, Salta, 1942. Autor de veinte libros de poesía, uno de cuentos y tres de ensayos. Premios en Argentina: 3er. Premio Nacional, Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, Fondo Nacional de las Artes, Provincia de Salta, Jorge Luis Borges y Fundación Argentina para la Poesía. Premios en España Ignacio Aldecoa y Jaime Gil de Biedma. Últimas publicaciones: La conversación, Visor, Madrid, 2017; Llaman a la puerta, del Dock, Bs. As., 2019; Sobre la forma poética, EUDEBA, 2019; y Ciudad, PreTextos, Madrid, 2020. Antologías: Poesía del Noroeste Argentino. Siglo XX y Poesía Joven del Noroeste Argentino; obra de Juan Carlos Dávalos, Manuel Castilla y Néstor Groppa; ediciones de Juana Manuela Gorriti y Federico Gauffin. Miembro de la Academia Argentina de Letras, correspondiente de la Real Academia Española.

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