Teoría sentimental está incluido en El árbol de palabras. Obra reunida 1984-2006, publicado por Ediciones Bajo la luna.
Introito
Imaginen un interior clásico. El de la casa de Agatón en Atenas, antes de la celebración del Banquete. Interior austero de paredes pintadas a la cal y carentes de adornos, piso de tierra apisonada donde se han esparcido ramas y flores. Pequeñas llamas cubiertas por gruesos fanales de vidrio iluminan el cuerpo de los filósofos que descansan en los jergones, descalzos y recién lavados por esclavos a quienes se ha pedido un trato de anfitriones atentos y complacientes. El vino ha sido alimentado con miel y especias y, en honor a ese Dios que suelta las lenguas y calienta los corazones, se cantan scolias para que la verdad no carezca de forma pero tampoco de alegría. Aquí discursean Sócrates, Fedro, Pausanias, Erixímaco, Aristófanes, Agatón y más tarde, Alcibíades. En esta versión está también Diotima quien ha dejado de ser un artificio discursivo de Sócrates para formar parte del Banquete en un sitio un poco alejado de los otros, no por haber sido excluida sino por vanidad. Otorguemos el papel de Diotima a Mirta Rosenberg. El orden de los discursos es de izquierda a derecha y sólo se interrumpen para devorar delicados platos que excitan la sed. Diotima no hace discursos, calla con esa expresión que le es habitual: la de un gato que ha metido la pata en un agujero del zócalo y ha palpado la cola de un ratón. No necesita hablar, está todo escrito. Ni le importan las bellas frases disfrazadas de protocolo para con los muchachos y sabe que todo corresponsal amoroso es tan inexistente como la voluntad del amante. Diotima rechaza las sardinas envueltas en hojas de higuera, los quesos salados, y las salchichas aderezadas con salsas picantes y sonríe ante el juego de cótabos que consiste en derramar con habilidad las últimas gotas de la copa en un recipiente colocado a cierta distancia mientras se invoca el nombre de los deseados. Su Teoría sentimental no lleva más que a una práctica: escribirse. Por ejemplo: "pero es la imaginación quien hace que te ame porque obras, dicen, es amor…". Es que sabe que el amante es un narcisista abocado a realizar trabajos forzados en las canteras de La Lengua para extraer las más bellas figuras, debe ir de la tragedia interior a la rima interna (una cosa no es alquimia de la otra), narcotizar el delirio en métrica elegante. Por eso nada más artificioso que un poema de amor aunque conduzca a versos sencillos.
Alcibíades es elocuente. Sócrates el filósofo vedette. Pero se necesita mucha más sabiduría para dudar como Rosenberg ("¿La poesía es el lugar de preguntar?") y mucho más fuego para escribir: "Al irte me quedo en blanco sin el muro/ de tus brazos y sin el gesto reacio, más duro del corazón reticente…". Sin embargo, ¿no se trasunta además de un cierto sufrimiento, el goce de haber hallado la palabra precisa, la música que pula el diamante retórico en la ganga confesional?
La "máquina de dolor" de Rosenberg ha fallado y produce otra cosa: belleza estética. Por eso el ilusorio objeto de amor podría reprocharle como la bella Alia a su corresponsal Slovsky: "Tú, con diversos pretextos escribes siempre sobre lo mismo. Deja de escribir cómo, cómo, cómo me amas porque al tercer ‘cómo’ comienzo a pensar en otra cosa".
La luz del alba cae sobre Sócrates en una cita trágica de la última cena de Cristo. Pero es toda una comedia. Sócrates le está guiñando un ojo a Mirta Rosenberg.
María Moreno
El arte sería tocarte, un invento,
insignificante si el olvido lo demora. Lo siento
porque es ahora estallido de la rosa
presurosa del instante,
extraviada en el jardín
y devuelta por el sinfín
de las horas transcurridas: una... dos... tres...
Si te toco, ¿cómo es? Hay lo mucho de lo poco, digo
el beso, el exceso del miraje y... ¿puede ser, ahora sigo,
el encaje de tu aliento
en el reloj del oleaje? Atravieso
los celajes, el fervor, las profecías (¿el amor?
¿no será la porfía de la "máquina del dolor"?)
y llego acá: "El arte sería tocarte". Silencio. No
confundo confetti con maná
pero igual estoy perdida
entre viejas cartografías de la ruta de la seda
y la pasión como centro. ¡Ah corazón, me decía,
explícate como yo, que estoy adentro de un cuerpo
y sin embargo con vida!
No sabía
que el diamante fuera pájaro
ni tampoco que muriera
de una muerte que no fuera
natural:
un diamante
tiene la suerte del brillo
de la centella, aunque alguna estrella
se enfríe y la sal de la vida sea
lo que se lea
como novela
por el rabillo del ojo
de un gran lector
cenital. Adivinó que era amor
y se
ríe:
se pudiera, escribiría en potencial,
y si no, sería contante. Me enojo,
hago mal y digo para
adelante:
ese
pájaro se ha muerto y no es augurio
de Lázaro ni de santa ni sabbath. Lo cierto
es que yo te extraño y que es Maureen la que canta
pelirroja
con esplín,
la verdad de lo ocurrido "You'll never know
how much I miss you" You es tu, sos vos,
SOS, como un pedido de auxilio,
miss,
cualquier
daño fue anterior. Estoy a un tris
de entender (¿un diamante es doble amante,
o dos veces sin objeto o sólo un reto
a la
repetición?)
que por ejemplo otra vez, algo
me está esperando –corazón-mata-callando—
y se va, como en inglés, "sobre su ala",
vale decir,
se nos vuela.
La textura del tiempo, Vladimir, es rala,
una usura del instante y de sufrir cuando apela
a no sé qué: nunca volver es lo mismo
que
irse
para adelante. Me tocaste, ¿te toqué?
¿Compartimos un abismo? Dame, diste,
dí, diré: las facetas del diamante
son,
no sé,
mejor hablame y te creo. Así como quien reza
sin un deseo de asceta: todo poema es de amor,
toda guerra es interior, toda palabra
está presa.
La imaginación, decía, plantea más problemas que la memoria,
que podría ir desde Sófocles a Auschwitz, sobrevivir a su historia
y no decir palabra. Pero la imaginación no tiene tema sino la varia
materia de la noria personal: no se memoriza una araña,
se la sueña o se la ve en la hebra. Yo trabajo con sobras
y con saña. Por ejemplo, ahora te recuerdo y cobro valor,
pero es la imaginación quien hace que te ame, porque obras, dicen
es amor, o porque siempre me trajo lo que atormenta. Atormentar,
en cambio, debe ser terrible exigencia a la atención, si se pretende
ser buen atormentador. En esencia, hay que decir lo inasible:
hasta dónde se puede sufrir, y detenerse antes. En el ojo de la aguja
el camello no se enhebra, pero si uno lo concibe con el ojo de la mente,
el camello lo atraviesa, cose, borda, incluso vuela y luego vuelve a su sitio
de realidad: ante el pesebre, en el circo, el zoológico o Arabia,
siempre rodeado de arena. Arena es lo que sobra, la verdad,
de constante en este juego que no deja ir y volver si la tensión se hace corta
o agobiante o cuando apena. La tensión, yo me creo, es totalmente arterial
si nos importa: cuando nos hierve una idea una imagen se dibuja
donde el cuerpo bulle y gorgotea: lo veo en la sangre y acción de toda
la voluntad: riñones, corazón y otras vísceras, tendones, uñas, secreciones
y narices que aletean. Falta el aire, se desea lo que no hay; la imaginación,
complicada en el proceso, se caldea. Va a arrancar –como gata ronronea—,
y de cuajo, la raíz de este problema: su lema es crear otro, otra
dificultad y embeleso. Lento, el recurso de la lógica empieza su goteo,
su imbécil filtración en el deseo, pero el cuerpo frágil se resiste,
es más fuerte. Quiero tenerte, y me exige. ¡Bravo por el ojo de la mente,
que detrás de la emoción está presente, y expreso!
Quiero para mí esa belleza, quiero para mí esa confianza, así, del cuerpo
con su cabeza, apropiada como remate, y pensar en eso. Me acerco
y los vestidos no caen pero igual el corazón me late
contra los huesos de estar desnuda: cambiar, tonta muchacha,
pantalón por camisón no es la cosa ni es poner seda dura
de una rosa en la balanza: una jaca está salvada
por olvido –si no corre la carrera, nadie le pierde
el respeto. Me cansa el reto como la cera de vela:
acumulación y olor, laca sobre escultura o la norma
de la rosa y su perfume sin tacha, que es la rosa
ignorante de la espina. Quiero entender, es decir,
quiero la ruina y la altura, esa luz de luna que riela
caída en el Paraná. ¡Ah, más allá, entre las islas,
los vuelos de mangangá! Sé de una que me dice
vivir una vida impune, sin el riesgo de la falla,
es decir,
como tierra sin garganta,
desfiladero o quebrada, y no es insecto que vuela
sino apenas superficie
al sesgo sobrevolada. Pura
molicie de persuasión más oscura: un cero,
es decir, nadie escucha y todo habla en cualquier lenguaje
y laya; a la ocasión la pintan sola y a la muerte, calva. Yo espero
y me muerdo la cola. Depende de qué se espera lo que se lleve a su término:
la salva de la metralla o la absolución que no salva de eso que había que dar.
¡Ay si es que doy, si me diera, ya no queda más que hablar! ¿Quién soy?
¿Miraje de qué mirada? ¿La que me podría amar? ¿Si me esmero?
¡Bah! Lo que diría, dirá: no hay nada. No soy yo ésa
que digo "quiero para mí esa belleza", etc.,
y sigo en la letra.
Mi sufrimiento es uno que no te interesa.
Un grano de arena en el desierto
de tu pena, que es infinita. Por mi parte
creo en la marmita donde cuece
un caldo diferente, y yo sonrío.
Estoy pendiente de tu gesto, y este estío
da un calor que no parece la pasión. La pasión
es el dolor de la madre, esto que conviene
no creer, pero da mientes. Estés
donde estés al fin tendrás que escucharme.
No darme la razón sino el tesoro del sonido
y la pura vibración de la belleza
que saludo como tuya, como ésa
que no sabe estar pero se queda,
y yo retengo. No te tengo,
quiero decir que me reniegas. Renegada,
soy la nada que subsiste, y en las cláusulas
deseadas voy debida:
me enfermo y me intoxico de tu voz
y digo no a quien nada
me requiera.
La espera es un encantamiento. Recibí la orden de no moverme,
y lo siento: estoy inerme tras el cristal blindado del ojo
que me ha mirado sin verme. Haría falta un diamante de punta contra el vidrio
para cortar el embrujo, una incisión por facetas, la dureza
del iridio. Te tengo, decía, donde no estás y yo me he ido
porque todo lo ha volado un vendaval
que roba el sitio: el sentimiento. Raro lugar
de soledad en pedazos que este dolor atesora y es roja, y es tanto,
que me corre del encanto. Caigo hacia lo real y sé que si estuvieras
caería más hacia el centro. Caigo hacia adentro. Espero porque es extraño
estar donde nadie queda mientras la hora suena y su textura se cumple
en la promesa de la seda: voy a sentir por retazos. Aunque sea
de una pieza, sin suturas... Tu piel era pálida y era esa cosa peculiar
de la nube pasajera que sin lluvia la presagia en otro lado,
y lo mismo nos refresca: esta noche mi espera dura hasta que amanezca.
Va a escampar, está cantado en la voz espaciosa del presente
que ya ha pasado y... sí, hechos lazos allí. Era cálida, decía, con el calor
como esposa aliada contra tu flanco, mal avenida al espacio
que cabía a los demás. Al irte, me quedo en blanco sin el muro
de tus brazos y sin el gesto reacio, más duro, del corazón reticente.
No hay razón para odiarte que no sea la verdad: para el amor no hay resquicio
que incluya a dos, y en el vicio de la voz, a esta hora,
sólo urde lo perdido. Soy el presente, fatal,
que demora la ocurrencia y que anticipa
el sentido.
Un caimán pálido pero subido de tono por tu boca habla y no, en realidad
es un mono caído de su rama, tan pequeño y tan gracioso que tampoco
frunció el ceño cuando el apoyo cedía. Yo quería un shamán, no ningún instinto
que no fuera la caída, ningún destino alto en vista ni maldad, salvo el olvido,
no de sí, o la sordera. Me muerdes mientras lloras... ¿Es destrucción ese álamo
abatido por el rayo? ¿Es destrozo? ¿De cocodrilo
diría yo esas lágrimas? Hay un imán que corta el hilo de las horas y lo pierdo,
y lo pierdes como si todo fuera ensayo y no la única vez. Cada vez es
y yo soy parte de una lista, que me callo porque ya no lo sería
si dijera que tu escena estaba preparada y esto, lo que siento,
sería nada. Todo esto que siento sería nada si no fuera
lo que es... ¿Qué es? Más que pregunta, erguida, marabunta de la afirmación
que come y rasga en dolorida
superficie devastada. Si es que soy,
es que tu boca está loca cuando habla; cuando no habla
no soy: estoy enamorada. ¿Es el amor abandono,
actividad de la boca, reunión en esencia, roca
de aquella efigie cuarteada por el tiempo y la ocasión?
Absoluta diferencia y discreción cuando digo
estoy entregada y siendo,
ya no soy. ¿A quién le interesa?
A mí que estoy aquí y que soy ésa
partida por un ciclón que da más tema,
esperanza, expresión, palabras
de estoy sufriendo. Reflejos y
reflexión: si me leo creo
que estoy mintiendo, escribo
sólo tu voz.
Babeando en la parrilla, es decir sobre ascuas y esperando
que este fuego no queme ni cocine: no puede ser. El ser es esa cosa
que no arde y si empeora no tiene ni siquiera la gracia del leño
de madera. Me consumo. Soy el humo que, elevándose, me hace
lagrimear... ¿La densidad será mi gracia? Siento el peso de la edad
y no diría la desgracia mas la ley. ¿De la vida? ¿Diría "Que esto siga"?
Va a seguir, indoloro, inocente, inmerecido, como el roce de la mano distraída
que arde como papel. ¿Estar sobre ascuas es correcto? ¿O decir mejor que en mí
ha entrado alguien que se quema? ¿Gente? ¿Nunca estuve ahí? ¿El sitio
de preguntar es la poesía? Si supiera qué decir no escribiría,
me iría de aquí, más lejos de la muerte o más allá donde haya espacio
para la fragilidad, es decir un tiempo para aprender a durar. Babeo y mi saliva
sisea sobre la llama, llama. A la luz de la porfía, día tras día: estoy enferma
de eso: eso, densidad y negro. Me arreglaría con la verdad: no puede ser. El ser
es esa cosa preferentemente mentirosa: hasta me apeno a veces mientras crece
la imaginación, la ubicuidad de la ficción. ¿Estoy junto a vos para arder
por motivos personales, por la muerte de dos, de los seres queridos?
Todo lo lleno, y todo estaba pleno. Envejecer es quedar a mitad de camino,
n'el mezzo del cammin. En el puro retintín. ¿Adelante? Atención
a las señales: "curvas virtuales", "tramo penosamente tortuoso" o
"por mí se va a lo que he sido". Lo que seré es mío, y eso es no estar
atenta a lo que amo, a infiernillo ni a su llama, que es de alcohol:
belleza, combustión y eso. El humo se disipa y si te hablo
es porque mandarte al diablo, amor, no resulta suficiente
para sortear el brillo de tus ojos. ¡Que los muertos se levanten,
que consientan! A cada cual su gozo y su ceguera; a mí la lenta
suma de tu voz y tu manera de arder que llama como bruma,
deshaciéndose.
El alma enamorada huele a encierro. Abrirle
una ventana sería que me amaras
de manera que yo viera, más allá de mis narices,
tus quimeras. Digamos,
por ejemplo,
el "arte efímero", como esculpir sobre hielo,
y lo hacen en Japón. Pero yo, que tenía el don
del instante, quería el cielo y también
la duración, que sería,
pongamos,
arte de melancolía y de repetición. Tocarte antes,
de una vez y para siempre, convertirme en daga
que fuera, a su turno, atravesada por la espada
de tu sufrimiento y tu energía
a pesar de,
reconozcámoslo, su cualidad afilada o calmante. Mi alma es
cuarto de enfermo, enamorada como está y estoy
cerrada para que de allí vida no se escape,
aunque huya sentimiento, confesión, salida,
sin duda
yermo de emergencia –la presencia es desagradable
si farfulla en un lenguaje incomprensible y no es morada
de significación. Estoy herida y cuánto, alma, madre mía,
está vendado tu dolor que sería,
no obstante,
lo entrañable de esa llaga. Haga lo que haga
alguien las paga, pero aquí el proverbio queda corto y,
efímero o durable, el arte con su ultranza
se hace aborto, estéril o sutil, del mismo sentimiento intratable.
Aunque,
hay que decirlo, el desborde no resulta suficiente
y lo notable, como siempre, es el dolor
de saberlo. No hay templanza: si vivo en un infierno,
es que me enferma el autorretrato. El relato,
en todo caso,
es tierno abrazo de futilidad y encierro. La verdad,
harina de un costal aparte y tal vez, sólo tale vez,
todo arte sea efímero, o lo es. Tocarte es despropósito,
pero asesina belleza subsiste y si me viste,
porfío,
mejor lo explícito es callado.
II
Lo seco y lo mojado
a mis padres
Admiro tanto ese pico nevado que se alza entre las nubes
como el foso redondo de tu ombligo apaciguado por el mundo.
Ninguno de dos, en lo profundo, amo, pero su sirviente soy.
Te amo. Rozo el azul, que es transparente contra el blanco
de nubecitas viajeras, aunque para decir te amo
lo haga a la manera del agua silenciosa que es manera
de lo hondo, de la fuente lejana,
del perdido pozo.
···
La aridez del día, la noche la repara y nada
es fulgor sino la luz que entre la sombra se levanta. Digo,
mi padre tenía una pistola en la guantera del auto y yo,
a los cinco años, lo sabía. La pistola era calibre 38
y esa edad cumplo este año, 89, sola y nada entera
por saber tanto de armas.
···
Te amo. Si lo repito perderá significación y ganará
su significado: señor, señora de los ríos y las fuentes,
señor que está en lo alto. Nada me mueve sino el mismo don
de penetrar el misterio que es hilar entre el mar
y ascender la ladera. La cima es lo que araña,
contra el cielo.
···
Una reunión: llegar a la cumbre, tras bosquecillos
de pinos que pierden sus agujas para bordar,
en escenas sagradas, los pasos de la danza ritual.
En Córdoba llaman pinocha a lo que cae y donde cae,
el pasto, la hierba, la brizna,
ya no crecen más.
···
El mismo don, el de operar con el mundo y no interferir
en el proceso, el de la vida, de pura sustracción y no de suma.
Para eso, la luna.
···
Es de fantasía, pero es mía: una zona de querella.
Esa estrella, puntuda, allá en lo alto, duplicada
se refleja en el agua.
···
No digo la verdad. Sería te amo, si no lo puedo
evitar. Me sobrepasa el sol como un lugar
de ríos encontrados.
···
Soy un afluente: vengo del mismo don
y de la fuente donde el agua canta y se retira:
por eso soy nadador que en la corriente
atrapa peces, los reparte.
···
Aquí llegué, lo sé, para escalar esta altura consecuente,
este lingam de blindada superficie, este monte de las rosas,
arrasado, que en mi padre es punto de partida y en mí,
punto de caída. Te amo: sólo el vacío es exacto,
punto de giro.
···
¡Ah la sombra que me ahoga y que me abarca
para que la luna brille,
suficiente!
···
Pienso en tu mirada. Se encienden ráfagas de sol,
chispitas doradas y amarillas como el limón maduro.
Estoy de rodillas, mientras tanto, a los pies
del árbol del sonido, dulce, agrio,
contemplando las nubes fugitivas.
···
Éste es un sitio habitado. Derivando de judíos y cristianos,
no tengo religión sino te amo. Allí me apersono
de mí, porque la fuente canta y la montaña vigila,
y todo se asoma entre las rosas como una especie
de alma o fragancia iluminada.
···
Yo no sé: si sueno, soy. Eso es todo. Por lo demás,
el mismo don, aunque no el don perfecto. Te amo,
y soy perfecta. Caída en el vacío del agua
más exacta, la profusión del lodo en las riberas
me verifica.
···
Sólo sé salir de mí para buscarte entre rocas de lava,
líquenes secos y briznas mojadas de saliva o lágrimas. Tengo
los ojos llenos de invocarte cuando las estrellas frías queman,
en el techo de la noche, tenues agujeros en lo alto. Sé
que vendrás, que alguna vez
esta montaña fue volcánica.
···
Regreso a la fuente y miro el agua. Desde la terraza
de la casa de departamentos, soy muy alta. En el Paraná
flota una rama caída hacia el sur, se va arrastrada.
No desaparece porque calla.
···
Cuando hablo soy variación de donde salgo: señor del desierto,
monte y páramo, señora de lo húmedo contante, señor de los enfermos
que está enfermo del mismo don que canta en mis oídos,
que yo traigo. Te escucho porque me hablas
como una brisa cortada por acero
de esa hoja atribulada cuyo filo se ha mellado.
···
Este amor es posibilidad más lejana: de no ser así quemaría
su certeza incandescente, demasiada luz y caería
demasiado rauda. No este brillo que sube lentamente
desde el agua hasta las ramas y que tiembla
entre las hojas de las tipas, cerca de mi casa,
al pie de la barranca.
···
Aquí te espero y estoy en ningún lado, el sitio exacto
donde te amo. Si el teléfono sonara sería luz
con sombra de mi madre y agua que vuelve desde lejos
como un sueño de retazos, inalámbrico. Estoy
soñando que te amo. No hay significado.
···
Te recibo como a un huésped llegado del océano,
como a un pez atrapado por dedos de las algas,
como a algo que ha venido a despertarme. Nada de esto
tiene nombre sino sombra o ruido de revelación. De pie
sobre una ola de arena seca, bajo la luna, te veo y veo un mar
que ondula como viento. Te amo. Erguida,
es mi privilegio no nombrarte.
III
La herida íntima
The private wound is the deepest one.
W. Shakespeare,
"Two Gentlemen of Verona"
Pienso en la semilla a la que nada parece faltarle: es difícil
hacerse necesaria a alguien que aparenta no tener vanidad
y cerrada está completa y acabada en toda su promesa. Será.
En todo, la semilla es verdad desde el principio, sometida
a esa urgencia de lo quieto. No te creen, no me creas. Como
la primera mirada, la tuya me deja presa de lo que sea. Este
dolor-anzuelo que aniquila a veces es mi cielo simulado
por aviones sin continente, estos pájaros pintados por aquéllos.
No me creas al decirme que me vaya del sitio-semilla lleno
donde yo falto solamente.
Y por otras faltas. Hasta la indiferencia de la luz es diferente
en esta sala de proyección donde hacés falta, como todos
los matices de lo negro. No te creo. Te dicen que te vayas
cuando en este cine abandonado crecía una boca de luz
en la pantalla. Solamente una pantalla pintada o una sombra chinesca
en la pared de la casa. No me creas. Es mi turno para el corazón,
y la casa se ha vuelto cáscara, de piedad, de lo que late.
Retirada-diástole, pero además es tiempo y tengo malos
pensamientos.
Últimamente el mundo se ha vuelto lento y encapsulado
en su campana propia de seguridad. Todo sigue
a punto de ocurrir, como una hipótesis del dolor
que yo miro en tus ojos y descarto, demasiado rápido,
como una enfermedad del aire, demasiado diáfano.
Todo se ve desde aquí, como desde una famosa estatua
sin cabeza cuyos ojos te han seguido, sabés, a todas partes.
Han pasado, pongamos, doscientos años, el lugar del tiempo
se ha estirado como un corpiño muy usado, primero por tu madre.
Aquí estamos. Los muertos están muertos y te has ido, aunque te hayan
dicho que te vayas. No me creas: es un pliegue del lugar, este país
no existe. Únicamente en una alforza del tiempo, ahora,
diría que te amo.
Pero la semilla resiste, como una pestaña del tiempo. Semilla-alforza,
costura invisible donde parece que no se nota nada. Completa,
faltaba, como escribiendo sobre tu espalda que no existe,
que yo te amaba, y me volvías la grupa, la curva de las nalgas.
Tu trasero es mi punto fuerte, y mi desgracia.
El tiempo se ha ido al traste. Los dioses son enfermos que marchitan
el malvón del patio, la mirada del mirlo que habla y la niebla rosada
de tu boca borracha. Me ilusionaba. Se están muriendo ahora, dentro
de doscientos años.
En todo caso, falta. Habría que dejar la cáscara y secarse
como una naranja que contiene lo que la contiene: pulpa, jugo anaranjado
y las semillas de otra naranja. Otras, estoy equivocada
pero calma, quedan las palabras y la gracia astringente
del Maestro, con sus tres limones en el plato. Dorado-verde
y ácido, como cosas de muchacho.
Un sol exprimido para mi tesoro, y sin embargo estoy cansada
de la apariencia de las cosas y los nombre que les damos.
Cada sol, un don, y su tesoro, sinónimos calculados para acopio del vacío.
Semilla-tornasol, morir como reflejo y es verdad: no me creas
porque diga que escribo el fin y te amo, todavía,
como semilla-savia
de semilla.
Como una película que se está proyectando con una cámara demasiado
rápida para el dolor, más lento. Te amo todavía y he quedado
en una alforza del tiempo, que tu gesto ha plegado y mi permanencia debilita
porque abulta. Lo que vendrá siempre es una carga.
Asistir a entierros o encerrarse tras la coraza fugaz de la distancia.
Un arte del dolor, como sacar basura hasta la calle o enfrentarse
con el trasero de las cosas, la parte posterior de lo que ha sido,
mandarlo todo al traste. No me creas. Te dicen que te aman, todavía,
y no han pasado aún doscientos años.
Pasarán, susurra un daimon que pasaba a mi
lado, con el pelo largo y entrecano, y después: Oblígame a no temer que dejes
de amarme. A no temer que me ames, porque semilla-cáscara
y distancia, del dolor, como un hotel por horas, amor
debe ser medido. Dolor por horas, porque vivo y se están muriendo los dioses
o los bienes, o los padres. Mi maestro se llama Hugo, ahora, dentro
de unas horas o de doscientos años. Siempre es masculino, un daimon.
Pero era un ángel, sintetizo, y no me creas: este sol que he exprimido
es el tesoro que me cargo a cuenta del banquete, donde peces
y panes eran peces y, además, llegué tarde, arrepentida
de haber cruzado la ciudad entera en vez de quedarme
en mi propia cocina. Me quedé pensando en la semilla, que parecía
completa. Lo que quería, me parece, era la planta-promesa.
Pero sigue intacta, como una espina de corvina atragantada
que ni el maná disuelve con su gracia, porque no tendría por qué.
No estás, no te creen, es decir, estás a salvo de otras muertes y te queda,
solamente, este reflejo en el agua, que me interesa. Si soy yo,
agonizo entre larvas y flores del pantano, como semilla-vara
a la que nadie cuidaba.
Y sin embargo crecerá, como mi abuela materna en las cuchillas
de Entre Ríos, entre cañas sostenidas en el barro. Así
mis hijos. Pero en esta luz, que falta a la verdad, sobre el aire
como en espejo de ascuas, hecho a nuestra imagen
que es tan sólo semejanza de lo hecho, a tientas,
como gritar bajo el agua.
Cualquier sueño es submarino: de noche rondo tu cama vacía y bebo
el agua perlada de tus plantas. Que me creas ahora, cuando no estabas
y yo sólo te miraba para verte en todas partes la luz de la mirada.
Estoy haciendo tiempo por el hecho de no desperdiciarlo,
porque quiero que me estés mirando y que el tiempo
que me creas nos alcance.
No me creas: cualquier tabla de salvación incluye su amenaza:
nos hundimos mientras estás en otra parte. Los momentos
son robados; los encuentros, incesantes. El corazón,
como un misil de película muda, suda por sorpresa propia
de estar allí, desconcertado. La música incidental
del perpetuo pianista lo desgarra.
Me quedo aquí, te vas de viaje. En lo que a mí respecta,
no me has abandonado: es tan sólo el dolor del padre en su certero
viaje solitario, como semilla-lápida y así, en mí,
los restos de Europa se terminan como punta de lápiz agotado
por fatiga del grafito, debilidad del leñador o el carpintero.
Y me excuso de tener oficio, sudo, porque cualquier cuerpo
me da pena y su ejercicio, casi siempre fortaleza.
Sacudida-sístole, insegura, por tener todo anotado
en los márgenes de una historia mayor, por más vieja
o por más grande.
Mirta Rosenberg
Indice
Introito
I
Teoría sentimental
II
Lo seco y lo mojado
III
La herida íntima
Mirta Rosenberg nació en Rosario en 1951. Actualmente reside en Buenos Aires. Publicó los libros de poesía Pasajes (1984), Madam (1988), Teoría sentimental (1994) y El Arte de Perder (1998). Forma parte del Consejo de Dirección del Diario de Poesía desde su formación. Además es traductora, y como tal editó, junto a Daniel Samoilovich, Poemas de Katherine Mansfield (1996) y Enrique IV de Shakespeare (2000), también junto a Daniel Samoilovich.
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