sábado, junio 02, 2007

CRISTINA DOMENECH

La escritura es un modo de vida, una forma que pende de un hilo, delgado a veces, para poder lidiar con nuestra historia. No tengo ritos prefijados que me constituyan como escritora. Atravesar la vida mediante la escritura es adoptar una praxis en donde todo nuestro hacer está escribiéndose.

La vida va escribiéndonos, inscribiéndonos. El “plan” de escritura tiene que ver con el plan de vida, ningún plan. Hay una ética para la cual nos preparamos y que nos decide antes de ser. La decisión, entonces, es una ética que adoptamos. Lo demás vendrá por añadidura pero con un excesivo trabajo.


La corrección tiene que ver con una estética pero también con una ética del trabajo. Aquí juega primordialmente el respeto al lector y la humildad. Nadie escribe grandes textos. Los grandes textos los hacen los lectores. Quien crea que es un gran escritor tendrá la batalla perdida de antemano.


La poesía es un modo de mirar el mundo. No hay una mirada certera. Entonces la metáfora nos brinda la posibilidad de hablar sobre aquello que no podemos nombrar.


La mirada poética comprende la inasibilidad del mundo. ¿Cómo pensar en el amor, en la justicia, en el género humano desde la razón? Hay una sinrazón que gobierna nuestra especie. La poesía es la única, en sus silencios, que ha podido, a lo largo y a lo ancho de la historia, hablar de las miserias del hombre, de su oscura esencia, de su complejidad.


La escritura poética surge en mí más como obsesión que como una música o como imágenes. Tal vez una instancia mínima abre el abanico de la totalidad: una flor al borde del camino, un perro asustado, una masacre. No hay temas para mí en la poesía, sólo obsesiones que me llevan a escribir.


Cuando un tema me convoca es al azar. La escritura se completa con lecturas, principalmente de filosofía, pero no como una vía para mi hacer poético, sino como parte de un programa íntegro en donde nuevamente la vida y la escritura van de la mano.




Cristina Domenech




Poemas




Tautología





Me pregunto por esta insistencia


de traer una y otra vez


así, viciosa y reiteradamente 


carne fresca a este infierno.



Responde una voz oculta



en el lecho profundo de la música



nacemos de los hijos



aprendemos a sernos



en sus ojos



Alguien dice



desbaratar los ojos



en migajas del tiempo que no cesa



 Nada nos enseña a ser huérfanos 



en esta tautología de andar perdidos 



como hijos de los hijos








Interrogancia





I






Como un árbol que busca la tierra



aquí, donde germina el tiempo



tenías que gritar.



¿Había –preguntaste- palabras para mí?




II






Ni podías bailar, no



como todos, en la noche de San Juan.



Te quedabas como música



que pierde y persigue la luz.



¿Había –preguntaste- una gema para mí?



Pero no encontrabas nada brillante



porque no eras el río



que desenfrenado llegaba



al cuerpo demasiado, allí



tuviste que huir.



¿Había –preguntaste- buenas razones para mí?








III







Parecías un perro hambriento:



debías roer las raíces



o el resto de algún hueso hijado.



Leíste en el eco del papel



blanco a Maiakovski: hay un desborde de gente, y yo



voy perdido entre la multitud.



-¿Eres tú?- fingías como el poema escrito



a la luz del farol de la casa pública.



¿Había falta -preguntaste- o conozco goces para mí?






IV






Tampoco pudiste cambiar



el nombre a los amados.



Intentabas y volvías (¿implorar?) hasta el Señor.



Una mosca regresaba al poema del hombre



cubierto el rostro de la bondad de la mosca



que rogaba por la carne.



Decía -el poema- anda una mosca por la carne quieta.



Entonces leías por enésima vez ese verso



para entender el significado:



el signo del cuerpito entre las manos



que como una cruz carga la eternidad.



¿Había –preguntaste- una niña para mí?



cuando Maiakovski enhebraba



tus pupilas como un collar de juguete.





V





-¿Quiere decir que alguien escupe esas perlas?-



volvías una y otra vez a preguntar.





VI






Debiste –como él- pensar en el miedo



que sabe indispensable



la broma nueva que esconde el cuerpo.



Te dije con absurda autoridad:



-hay huellas



que crecen en la boca de los cuervos



sólo para borrar los hijos.



-¿Había –preguntaste- unos hijos para mí?







VII






Pero no distinguías el cielo de la tierra



ni las venas del río



o los dientes de la avaricia.



Esa vez no comprendías del tiempo



algún recuerdo.



¿Había –pregustaste- memoria para mí?








VIII






Te vendamos por última vez



los ojos y te arrojamos al mundo.



-¿Qué dice cuerpo?



-¿Dónde habita la frontera del miedo?



-¿Quiénes son los guardas del ángel?



-¿Resiste la piedra del sepulcro?-



preguntaste, y girabas como un gallito ciego.






IX





Pero era noche de San Juan



y aunque nos fuimos



el eco atroz de Maiacovski



retornaba blanco, blanco, blanco.



Nadie olvide esta noche:



hoy tocaré la flauta en mi propio espinazo.



¿Adonde ir, consumiendo este desierto?





El Paraisal





Este eterno vicio, cuando transido


estoy de no presencia, vuelve


como un vómito de sangre, imposible


el hacer de la ausencia


mientras gire el mundo y nosotros


hacemos demasiado humana


nuestra precaria condición


de carne dentro de la carne


en este insolente desierto.


El viento hace del viento una presencia espuria


como un hijo cuando eleva el alma


y no dice adiós.


Entonces digo que no hay presencias reales. Hay viento


descartado entre la basura de las horas


como hojas de otoño que no harán barbecho, salvo


buitres borrachos que arranquen sus motores


con feroz alfarería de asesinos.


Digo aún, no hay consuelo para este mediodía


si todavía escucho que decís



que mi voz



sin tu voz no suena igual.






Siliconas






Nunca tuve avidez por las siliconas.



Me llega un correo donde una amiga pide



socorro



Necesita un corpiño para engañar el destino



Copio su carta:



Veré de comprar un corpiño tamaño grande



inflado como un globo



como naranjas de juego de infancia


Entonces comprendo que el bosque ofrece un viejo lobo


que cura las heridas


La infancia puede ser otra cosa


que esta recurrente penumbra




De letra





La ausente dice


que hay sombra que zozobra


por la noche y busca detrás de la palabra


las ruinas por donde circula el azar


No hay tiempo en este tiempo


cuando la voz es otra oculta


Deletreamos ausencia


y no hay


Pero las voces dicen por callar


que basta no decir cuánto silencio


cuánto cabe


que no era letra


para el nombre del padre


de sobra


de vocal que hace


preposición del abandono


que no dice basta que no


hijo puro espíritu santo


No hay letra para decir no vida


La muerte es otra cosa.




Desgeneración





Imago imagen imagino



Esta casa duele de hijo, duele



el arroz desgranado por las voces



Abrir el juego, tirar las cartas:



hay una reina de espadas



espadas, palabras, una reina de palabras



bastos para atravesar la costa más lejana



como si huyera en la muerte del tiempo



El hijo persigue esa astucia mineral



donde escribe el perro tendido y santo,



si parecen un manojo de letras.



Desde la trastienda del cielo



despierta un gato que mira y arquea



el lomo como un arco iris.



Imago, imagen, imagino



(mejor es que vayan muriendo los perros antes que yo)



porque también duele de madre



la casa sin palabra sin espada ni bastos



y no sabe leer



el monótono mito de los días que jamás retornan





Mapa de familia





Mi madre desvive y nos da huesitos para que juguemos.



Los hermanos cantamos la canción de los alpinos.



Mi padre nos muestra el mapa de España



que esconde versos rojos y amarillos,



versos de perro polizón a la deriva.



Mi madre desvive para que vuelva



la guerra inútil entre justos



y pecadores.



En el mapa de la muerte



estamos los hijos, las nueras, los yernos,



y a su lado, inmóvil,



mi padre como una paloma.



Por el patio y la casa vaga el perro



pero no encuentra comida en la historia.



Cantamos en catalán que bajamos la fuente del gato, que hay una joven,



una joven y un soldado, que le preguntan



cómo se dice Marieta del ojo vivo.



Es la estúpida canción de siempre que nos hace llorar.



¿Mienten los secretos de verdad?



Mi madre habla de desconocidos.



Llena la cocina de penas



y migas cucarachas fugaces como estrellas.



Los nietos



lucirán máscaras deshabitadas.



Ríe la abuela pero no es mi madre.



Es anónima la voz del invierno.



Hay un desborde en las intenciones del agua.



(El mundo en invierno es un punto quieto



y hace frío



para perseguir piernas desandadas.)



Imagino que no existen los ojos vivos



que me hacen bajar y bajar la fuente del gato.



Amanece. Mi madre se desvive.



Nos da huesitos para que juguemos.






Las tablas de la ley





Hay niños como águilas


que inventan las garras del tiempo


y tienen las manos como florcitas austeras.


No confiaba madrecita en mis versos


de manantial de agua inesperada. Desdecían


el escrúpulo del hombre que sueña


y no da de beber


para ser también madrecita tuya


y de todos lo cielos de extramuros.


Pero un aire mundano


entorpece este incesante letargo


y la palabra es un aleteo de colibrí.


Yo trato madrecita de contar


cuántas veces se mueven las alas


en un solo minuto, cansa ese estarse, así


si parece una estatua de arco iris


que liba su mismísimo cuerpito.


Yo soy lo que hice, lo que hago ahora


dentro de los siglos que no vienen.


No hay división divina diva


madrecita tu ternura de horas que consumen el futuro.


Nací para serte madre.


No me dejes morir como el agua que huye


río abajo eterna entre las piedras del sol.


No te quemes con este destierro a destiempo.


No destejas la mortaja que hicieron mis manos


cuando labraba la huerta de los hijos.


En las monedas que guarda la tierra está la palabra.


Y no dirá nunca qué soy


cómo llegué al mundo, cómo me fui.




Márgenes del río Teuco





Algunos tuvieron La Revelación



-leía la muda en el libro antiguo-. Desde entonces



aguarda la mesa tendida para vos,



santo de los santos, hermano.



Tiempo ha que no hallo tu rostro



como antes en Madrid o Buenos Aires tu estampita.



Las vecinas se persignaban



porque habían visto detener la muerte real del tiempo



cuando impusiste las manos.



Solían decir -Oh! San Leopoldo- aunque no conocieron la historia.



Te he convidado yantar



pero no a comprender mi espera.



Recuerdo cuando hiciste hervir la boca de los vivos,



había una etiqueta roja plena del ámbar de tus versos.



Me perturba aquello de servir



-arrodillarse hasta hundir el pecho en el barro-



al son de lo que ordena:



un Rododendro florece en la nieve



y descubre que aún podemos



hacer alguna diferencia entre el cálculo



de la muerte -o muerte- donde hubo Revelación.






II






En la rama oculta del Ibiscus



un lorito picoteaba su pecho.



Bandadas verdes como hojas de verano



me refrescan hasta hoy la historia



mientras en Castilla o en Salta no cesa ese arrullo de paloma.



Ah! Si hubieras visto Leopoldo aquella tarde:



el lorito iba ahuecando el pecho, pica que te pica



y más todavía, hasta tuvo que perder



el incalculable equilibrio del destino.







III







Ya no encuentran las vecinas tu estampa,



pero hay una foto-copia para persignar la eternidad-.



Ah! Hermano, sigue esperándote mi mesa,



aunque no comprendo el sentido fatal



de la viva palabra, manjar



o precario alimento.



En el pechito la sangre se derrama como río inmundo



que escribiera epitafios de lujuria.



Ya no vengas a la casa que sueña la fiesta de los hombres



o el suicidio de las hojas verdes en otoño.



Las vecinas atesoran tus manos



y hacen del rito cotidiano



ancestros modos que escabullen



el último grano de arena.



Debí –sin duda- avisarte:



el lorito ha muerto. Pero sabía



que serían palabras de desdicha.



Y no deseaba verte por última vez.




 De, Demudado



Cristina Domenech




Cristina Domenech nació en Buenos Aires. Publicó Impalpable, Editorial Ultimo Reino, Año 1994 y Condensación de la Luz, con la Editorial Libros de Alejandría, Año 1998; Tierra Negra, Ed. del Dock en el año 1999 y Demudado, Airediseño Ediciones, 2007.

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