La poesía se escribe desde un alerta, desde una incomodidad, desde la adversidad.
El poeta no es un talabartero ni un programador de sistemas. Cuando llega el momento de corregir, ahí sí me siento, y trabajo, hago uso del oficio.
La poesía está inficionada de misterio, por eso sus procedimientos, sus modos de escritura están sujetos a ese mismo misterio.
Escribimos en los intersticios del día, de las obligaciones, de ahí la variedad de recursos, con y sin luz, con y sin ruido, en la computadora, en el papel, con frío o calor, con lluvia o melancolía, con viento o exaltación, con dolor o placer…escribimos como hacemos el amor.
Escribo, según se mire, poco…nunca más de 15 o 20 poemas al año…!!! Si se trata de un libro de poema único y extenso, es decir un libro articulado sobre una trama y encadenado, trabajo con un plan previo, incluso con la preexistencia del texto, es decir tratando de escribir aquello que me gustaría leer, y que de algún modo –misterio dixit- ya está escrito, y yo desentraño, rescato. Así escribí mis últimos dos libros: Isoca y Vulgata. Si son poemas independientes, confío más en la intuición, en la violencia del momento, en algo instintivo que está más en el cuerpo que en la cabeza, a diferencia de lo anterior, donde la cabeza manda.
Una vez más, ahora no tirano pero sí justo y benefactor, el tiempo determina qué poema se salva del estropicio y qué otro no. Corrijo mucho en la cabeza, antes de escribir. Doy muchas vueltas en torno a cada verso, lo leo en voz alta, lo reviso, su sentido y sonido, y por último veo si está justificado dentro del poema, si suma, si tiene valor autónomo. Hay versos de apoyatura y otros de relevancia; ese acople de acordes es el tejido del poema, su trama. Acordes menores y mayores combinados, indispensables, insustituibles. Por último reviso el poema entero, lo leo en voz alta, trato de ver dónde renguea, dónde corre y se afirma.
Mi procedimiento quedó, creo, dicho arriba, en esas urgencias y limitaciones espacio-temporales; puedo agregar algo: yo empiezo a escribir el poema dentro de una caja de seguridades, como una caja acústica y afinada, trabajo sobre lo que sé y conozco, digamos que utilizo mi "oficio"; después, cuando el poema está casi armado, lo monto sobre un rectángulo de vidrio, como quien calca una figura, y lo desplazo levemente, lo borroneo. Se trata de una distorsión, de una deformidad, un movimiento casi imperceptible por donde se cuela el misterio y corrompe la prolijidad del texto, lo fuerza, le da su sentido último y auténtico. Salgo del cuadro del oficio y lo abordo desde el misterio, lo retuerzo.
Mi vínculo con la poesía está en el cuerpo, en mi respiración, en mi ideario del mundo. Ningún poema ha cambiado el mundo, pero más de un poema ha mejorado mi vida…¿y por qué no la de los demás?
Poemas
El hacha de silex
Rebajada a vitualla arqueológica
el mango rústico abraza los cantos de la
piedra
y se pierde en vaguedades de estilo, la
forma
en que caía sobre el lomo del animal
o sobre la espalda del
adversario.
Una tipificación celosamente estudiada
hace de la bravura de antaño un visaje,
una elegía para el asombro del museo.
Ríos de sangre intactos aún corren
por su filo irregular, y van a secarse
en el
liquen de los muros.
De esa doctrina abrevan los hombres,
sin enjuagarse las manos, ni mirarse a la
cara.
El largo día del poncho de hilo amarillo
Eso que algunos poetas llaman jornada y otros día,
no es más que una débil tregua o cese imaginario
del fuego en la batalla, la pausa descarada de la vigilia.
Abrirá la puerta de la casa, traspasará el límite oscuro
como quien sale del sofoco del agua o del lejano
e inenarrable útero, y dejará inerte sobre la silla el saco
gastado por el rayo del sol o por la caricia de la lluvia.
Se dirá que los aspectos frívolos de su vida han alcanzado
ya un punto intolerable, un punto sin retorno, y cerrará
y abrirá instintivamente la mano como un corazón abierto
y anhelante de sacarse un peso de encima.
En el patio cuadrado y de reflejos presentirá el perfume
dulzón y esperanzado de los brotes nuevos, y cuando
el pájaro cante en la antena, como es costumbre,
el perro del vecino ladrará su encierro de todo el día.
Pensará en el paso del tiempo, y lo verá en los lunares
de los brazos, y en la humedad que sube decidida
por la pared del sur, la más angosta del patio cerrado.
Se sentará finalmente a la mesa y dejará caer unos pocos
y balbuceantes versos que reprobará con una mueca.
En ese momento, como un gesto indeclinable
del destino, sonará el timbre: una, dos y tres veces.
Abrirá y verá que está empezando a llover, y que la gente
corre a sus casas con las últimas y perentorias compras,
como quien busca refugio y sosiego, después de un
largo y tedioso día, apenas antes de la indolencia fatal
y socarrona del próximo, disciplinado, e inminente minuto.
Crónica de
la muerte del autor
Podría ser un
primerísimo y magistral plano de Chabrol,
porque llueve en
París, y el viento golpea con fuerza
en los toldos de
los cafés, mientras un hombre con
sobretodo cruza la
calle con un diario bajo el sobaco
y un cigarrillo en
los labios, pegado a la comisura.
Sigue otro plano
en perspectiva plana y casi velada:
Una camioneta de
lavandería dobla una esquina
y embiste al
hombre que no ha terminado de cruzar
ni de llegar a
El cuerpo acusa el
impacto y queda laxo en la calle.
Estamos en
Un travelling
recorre de pies a cabeza al viejo canoso
que ha perdido sus
zapatos y el diario del día.
De alguna extraña
manera, el cigarrillo sigue pegado
a su boca, y el
fino papel se empieza a teñir de rojo.
Después de amagar
algo que parece una disculpa
o un gesto
impávido de asombro e indignación,
el hombre que
maneja la camioneta con ropa limpia,
planchada y
perfumada, se aleja del círculo de curiosos
y dobla con
vehemencia la esquina, dejando el rastro
de los neumáticos
borrándose en la película de agua.
El hombre que
maneja la camioneta es una silueta
que no sabe que
acaba de atropellar a un viejo canoso
nacido Roland
Barthes que habló de la muerte del autor.
El viejo canoso
morirá un mes más tarde en un hospital.
Predijo la
desaparición y la muerte metafórica del autor.
Encontró una
mañana de frío y de manera involuntaria
el signo más
concreto de su semántica y su fatalidad.
Los dos inciden en
el pensamiento contemporáneo:
Uno por haberlo
gestado. Otro por haberlo interrumpido.
Santiago Espel
Santiago Espel, nació en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 1960. Publicó en poesía rapé, 1988 (Faja de Honor de la S.A.D.E); Pavesas & Muelles, 1990; Misas en Harlem, 1993 (1er Premio de Poesía Nacional Ramón Plaza); Cantos Bizarros, 1998; La claridad meridiana, 2001; La víspera sí, 2002; Isoca, 2004; Vulgata, 2006; 100 haikus, 2008, Cuaderno acústico, 2010; La penitencia, 2012; Notas sobre poesía, 2013; Mesa de entradas, 2015; Breviario exótico de accidentes poéticos, 2016, Photo Carné 2018, y El Pan de la rabia & El Vals, 2019, Su señoría, 2020, y Nuevas notas sobre poesía, 2021. En 1995 publicó la novela La Santa Mugre o El País de Cucaña, en Grupo Editor Latinoamericano. Su poesía fue traducida al inglés, alemán y portugués. Tradujo a Philip Larkin, Paul Blackburn, Kenneth Patchen, Patrick Kavanagh, Alice Oswald, Robert Graves, John Ashbery, Patti Smith, Don Parterson, Peter Hammill, Gary Snyder, Mario Quintana, Wilson Bueno y Mario de Sà Carneiro, entre otros. Coordina talleres de escritura en Vicente López, lugar donde reside. Su poesía fue musicalizada, documentalizada, y puesta en escena teatral y artística en más de una ocasión. Egresado de la Escuela de Periodistas del Círculo de la Prensa. Es editor del sello de poesía, narrativa y ensayo, La Carta de Oliver, desde 1990, en el que lleva editados de manera independiente alrededor de 100 títulos.
1 comentario:
Hola Santiago!
Están buenas tus reflexiones. Lo del "montaje sobre vidrio", lo de escribir y luego borrar...está muy bueno!
Tere
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