sábado, octubre 28, 2006

LAURA WITTNER



Cuando aparece el puntito inicial, o parece que aparece, me viene un apuro tremendo por pasarlo a escritura. No importa el lugar ni la hora; solamente tener un momento a solas (aunque puedo estar rodeada de desconocidos, por ejemplo en un bar), una lapicera (o lápiz) y un papel. Ese puntito inicial suele consistir en no más que una frase – a veces, si tengo suerte, rodeada de un "halo" bastante impreciso que sugiere hacia dónde o cómo podría llegar a ser ampliada la idea. Aunque casi nunca viene en forma de idea. Concretamente suele tratarse de una imagen (visual en la mayoría de los casos) que ha nacido con música propia y capacidad de sugerir – de sugerirme de qué estoy por hablar en realidad. Bueno. Entonces viene el momento de pasarlo a tinta. Casi siempre tengo conmigo mi cuaderno y mi lapicera. Pero si no, la prueba primera puede hacerse incluso en una servilletita de papel o un volante que me hayan dado por la calle. A veces la prueba primera falla; leo lo que acabo de escribir y me digo: "y esta mierda, ¿Qué es?". Listo. Quién sabe si volveré a escribir alguna vez (a esta altura, de todas formas, ya no entro en pánico). Otras veces, cierro el cuaderno con la sensación de que la línea que acabo de anotar podrá ser expandida y convertida en "algo" más adelante, tal vez cuando llegue a casa y me siente en la computadora, tal vez en meses o años. Y otras veces, las mejores, así como se hace tinta la línea inicial dispara continuaciones; y entonces voy y vengo, tacho, releo, levanto la vista, miro por la ventana, me siento realmente encapsulada y escindida de lo que me rodea, aunque al mismo tiempo más integrada al mundo que nunca. Mirá lo que acabo de declarar. Pero un poco es así; es una sensación que descubrí de niña cuando empecé a entender que "escribía". (Y en esa época era capaz de "escribir" una página entera mentalmente, corrigiendo incluso, mientras caminaba o viajaba en colectivo, para después llegar y descargarla en la Olivetti como si tal cosa). La segunda instancia es pasar lo escrito a la computadora. Ahí a veces ya reescribo en el momento, corrijo, me sorprendo de mi torpeza inicial. Otras veces pasa todo bastante parecido a como surgió. El momento de trasladar el dibujito de mi letra en tinta al blanco y negro aparentemente serio del Word siempre me produce una sensación de ritual. Algo de exaltación, pero también de miedo: mirá si ahora se desvanece todo. Si no le veo sentido. En fin, el miedo básico. A veces algo en el poema que estoy escribiendo me lleva a elegir un formato o tamaño de letra en particular. Suelo tener el impulso de redondear el poema en la primera pasada a la compu, salvo que vea que puede llegar a tratarse de algo más largo, en fragmentos. En ese caso me dispongo a esperar que los meses me vayan dando una idea de lo que estoy haciendo. Guardo el documento hasta el día siguiente: otra ocasión para no reconocer qué quise hacer y olvidar el asunto. Si supero esta tercera posibilidad de anulación, casi siempre corrijo. Corregir, para mí, consiste mayormente en cortar. En ocasiones no puedo creer cómo me he desbocado, cuánto hay de más en un texto... y además... ¿esa rima indeseada? ¿Cómo no la había visto? ¿o la deseo? ¿y si la intensifico? Ensayos que pueden prosperar o volver a dejar todo como estaba.
Escribir escuchando música no puedo. Sería como escuchar dos músicas al mismo tiempo. Lo que he logrado últimamente, aunque no sé si me va a favor o en contra, es corregir o reconsiderar un texto mientras mi hijo se transforma en power ranger y lucha contra el mal (¡Power Ranger dame el poder!).
No tengo nada parecido al orden – como un plan inicial, investigación ni horario fijo para escribir. El poema viene cuando viene, y ahí lo escribo. Estoy bastante cerca de admitir que creo en "la inspiración". Puedo reconocer factores que con seguridad ayudan a activar o desactivar el mecanismo: si estoy leyendo cosas que me gustan, probablemente escriba o piense en escribir. Si estoy muy angustiada o preocupada, no habrá forma. Si tengo la lapicera que quiero sobre el papel que quiero, si logro un lindo deslizamiento, es posible que me anime y juguetee, y de ese jugueteo tal vez salga una idea que de otro modo quién sabe. Pero nunca me fuerzo (por no decir "nunca me esfuerzo"), porque ya comprobé que eso conmigo no funciona. A veces no escribo durante meses. Una vez fueron años. Sin embargo, cada vez que termino un poema disfruto de esa tremenda sensación fugaz, una especie de déjà vu existencial que podría resumirse en algo así como: "Ah, claro. Esto es lo que yo hago".
Aun sin plan, algunos poemas se van reuniendo entre ellos. A veces al cuarto o quinto me doy cuenta de que parece haber un sentido en común, que esos poemas van juntos. Hace poco escribí un grupo que se llama Lluvias; es la primera vez que armo algo un poco más organizado, con textos que remiten a lo mismo, al menos en un nivel. Cuando terminé me di cuenta de que todas esas imágenes, ideas, músicas, venían dando vueltas en mi cabeza desde hacía años, o décadas. Pero en realidad es así con casi todo: creo que lo mío son tres o cuatro temas que me acompañan desde siempre. Se enriquecen, se ponen en segundo plano, adquieren nuevas dimensiones... pero siguen siendo siempre los mismos tres o cuatro.


Poemas

Dentro de casa


17.

Están volviendo
todas las historias infantiles;
todo está siendo sometido a juicio,
ya nada es pintoresco, material para poesía.
Los padres son los imputados
y parecen culpables;
nosotros ya empezamos
a parecer culpables.

18.

Se me dirá: doméstico es cualquiera.
Yo no lo niego, pero no puedo
dejar de advertir algunas cosas.
Grito entonces si la silla con rueditas
pasa por sobre el gancho imantado del morral
y observo cómo la cafetera
empieza a aparecer por todas partes
ostentando sus dibujos de vapor interno,
su cáustico fondo fangoso.

22.

Pensar en parques, en sonidos,
y añorar. Cuidar la fiebre,
querer con todo el corazón,
y envolver con todo el cuerpo.

23.

Yo me pierdo en las connotaciones,
dudo de la existencia
de las palabras; lo mismo
con la veracidad de ciertas caras.
Del otro lado de la puerta
mi hijo aprende todo
y se me hierve el agua del café.

24.

La coca chisporrotea
en un vaso
en la oscuridad.

40.

Fui y me creí todo,
y eso me hizo feliz. Vi
dos mariposas prendidas en el sweater
de la chica sufriente, que se había quedado trabajando
en la penumbra, y fue perfecto, me dije, porque
el entero sentido de esa escena
podía condensarse en, y deducirse de,
las dos mariposas en el pecho, en diagonal.

Cambios de luz

Las nubes deciden lo que nos hace esta penumbra, parece
que toda una familia de nubes migra
en una sola noche y por eso se apuran
una tras otra en esa línea de vapor mutante
que por fortuna atraviesa la luna
y es el apuro lo que las hace ir cayéndose, desprenderse
de cualquier forma en un instante, metiéndonos ideas
en la cabeza a vos y a mí que musitamos la palabra
de lo que vemos y en la segunda sílaba callamos
porque no es eso, está siendo otra cosa y así
no hay diccionario que resista.


La tomadora de café


2

Ilustración de la teoría del esfuerzo.
La necesidad del merodeo y la confinación,
de la queja, mirar la tele y aceptar que llueva
durante días. El aroma, la escalera que lleva al ventanal en L
y a la mesa con mantel azul serán una elección y no un refugio.
A esto lo llamaremos "proceso de mejoramiento":
con pocos trazos se compone una imagen
por la que hasta es posible caminar.
Una curva en la costa, tejados rojos,
un potrillito cómico que apura el tranco
para no perder de vista a su mamá. A la noche
veremos una estrella fugaz en el momento esperado.
Durante tres segundos se caerá del cielo,
y nos dejará en penumbras, en ascuas
bajo el resto de la vía láctea.


4

Otra vez sólida y eterna
en la oscuridad del microcine.
Cuántas películas sirven para que una mujer
vaya volviéndose linda: si tiene tacos, si no,
si tiene la nariz medio ganchuda pero esa
esa sonrisa a medio armar
y esos miedos poéticos que un buen director
sabe enmarañar con uno o dos
mechones sueltos cuando se trata de su actriz
o de su espectadora, a quien sin conocer
ilumina y maquilla,
dejando que se entregue
a voluntad
al deleite, en la oscuridad.

7

Se despertó el mundo. Se despertó la percepción.
Hicieron facturas en la panadería
antes del amanecer, y al kinoto le salieron cosas blancas.
Todo emana un perfume repleto y activo:
no se le puede dar más tratamiento
(un tratamiento mejor) que percibirlo.


Un poco verde, verde, muy verde


Agosto

Tras las lluvias, palomas empapadas aterrizan en la baranda del balcón.
Hay dos que intentan cortejarse, se cortejan.
El resto las repudia: ¿Cómo puede ser...?
Pero enseguida sus miradas fulminantes, sin elasticidad,
cambian de dirección. Con ellas van también
los negros – funestos – pensamientos.

Septiembre

Cayeron los primeros kinotos. Hubiera querido
tener un rincón donde quemarlos, mirarlos, esperar
que esta misma quietud traspasada de ácido y naranja
ardiera en el carbón, íntima pero invasiva.
En cambio hay dos frutos redondos
en silencio posados en la tierra.



Luna de miel

¿Qué croaba esas noches? ¿Ranas en semejante ciudad?
Volvíamos entre jardines, pero entrábamos a grandes edificios
para subir altísimo, fumar en los ventosos balcones,
dormir sin sueños, hasta la hora de desayunar.



Equilibrio.  

En los aviones y en los trenes, uno
se siente sólido y eterno.

Juan José Saer
(Dylan Thomas in America)

1

Llegamos al lugar donde acamparemos durante veinte días. "Éste es el terreno." Hay que alisarlo, desmalezar un poco. Ponemos manos a la obra. Todo se hace en silencio. El sol está bajando, y nos llenamos de un sentimiento desolador. ¿Por qué aquí, por qué no veinte metros más allá? ¿De qué manera este perímetro arbitrario nos puede contener? ¿Qué significado retiene ese alerce de tronco ancho, esta loma de pasto quemado? Se alzan las tiendas en semicírculo y la vida recomienza. Después de todo nos tenemos a nosotros mismos: ¿o acaso no hemos ido, no estamos allí, condensados en una especie de equipaje de mano que pronto se despliega con docilidad, aceptando las nuevas marcas?
El día de la partida volvemos a callar. Diligentes, retiramos todo lo que es nuestro. Pero el territorio no se despoja de sentido, y abandonarlo se nos vuelve absurdo. La mancha de cenizas es donde cocinábamos. Por esta hondonada caminamos hacia el lago, cada noche, conversando y riendo en voz baja. El sendero que se pierde entre las lengas nos lleva hasta el río, y por allí hemos vuelto varias veces al día cargando el agua en una olla. En estas ramas se tiende la ropa a secar. No es fortuita la disposición de aquellas rocas: delimitan nuestra sala de lectura.
¿Es necesario irse? También aquí podríamos vivir.


Tres versiones

Cheever vuelve de Manhattan y se acuesta

Camino y camino.
En calle Cincuenta y tres elevo una plegaria,
después almuerzo y veo el partido.
Vuelvo a casa en el tren,
tomo un poco de gin
y estudio italiano.
Me despierto a las tres de la mañana
paralizado por el pensamiento de lo que no hice
– mis dientes, por ejemplo. Y de pronto
creo ver con claridad
el pasadizo (en las relaciones humanas)
donde la línea entre creatividad y luz y oscuridad
y desastre
es fina
como un pelo. Y pienso
que es una carga heredada,
que mi madre ya cargaba con ella,
y que, como en todo, la luz
triunfará. Me parece ver el rostro seductor
de la sabiduría, la articulación, la poesía.
Algo que se puede cultivar, hacer que florezca
como una perversa tentación:
una cadena de falsas y suaves promesas,
una tierra artificial de leche y miel.
Digo entonces: que hay un gusano en la rosa
pero que no es fatal. Preferiría, sin embargo,
no tener esta visión de desastre.
Rezo por eso,
o por una comprensión más completa y relajada
de que la fuerza vital casi siempre está en disputa.

Irving intenta emocionar hablando del invierno


Delante de los focos, la nieve parpadea
como si esas dos que pasan arrojaran diamantes.
El llanto perpetuo de un bebé, la voz inquisitiva de un chico,
el frío agreste que se aleja
con su olor a manzanos sin plantar,
y su necesidad
de meter la pala en la tierra
para ver cuán profundo se retiró la helada.
Esperar, a ver qué pasa.
Esperar y ver qué pasa.
Mansfield y el tema de "pararse a mirar"
Después paseamos calle abajo.
Del brazo. Hacía calor.
Vos te apantallabas con el catálogo
y repetías: "mirá, mirá",
y nos parábamos 100 años a mirar,
para después seguir nuestro camino.


De, La tomadora de café



Laura Wittner



Nací en Buenos Aires en 1967. Desde los 13 hasta los 18 estudié literatura y escritura con Juan Carlos Martini Real. A los 17 publiqué un libro de cuentos. Me recibí de Licenciada en Letras en la UBA. Trabajé siete años en la sección de Espectáculos del diario Buenos Aires Herald. Ahora trabajo traduciendo del inglés, y traduzco también por placer (poesía, más que nada). Mis propios poemas los publiqué en los libros El pasillo del tren (Trompa de Falopo, 1996),  Los cosacos (Del diego, 1998), Las últimas mudanzas (Vox, 2001) y La tomadora de café (Vox, 2005). También en varias antologías, revistas y páginas web. En Francia acaba de publicarse mi primer libro para chicos, Cahier du temps, ilustrado por Gwen Le Gac (Actes Sud, 2006).

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Los poemas 17 y 40 de la Tomadora de café, de Laura Wittner, me hacen pensar (al releerlos) en qué me gusta de la poesía de Wittner. Arma un mundo sin ocultar la fisura. Creo que es eso -esa fuga que inquieta- lo que más me conmueve de su poesía. Y ahora, además, leo sus respuestas. Y le creo.

Anónimo dijo...

Me gusta el 22.

Anónimo dijo...

Agosto

Tras las lluvias, palomas empapadas aterrizan en la baranda del balcón.
Hay dos que intentan cortejarse, se cortejan.
El resto las repudia: ¿Cómo puede ser...?
Pero enseguida sus miradas fulminantes, sin elasticidad,
cambian de dirección. Con ellas van también
los negros – funestos – pensamientos.


Me hubiera gustado una imagen para mostrar esa 'mirada sin elasticidad' de las palomas.

Unknown dijo...

Esa imagen, la que te gustaría que hubiera en el poema, ¡ponela vos! Hacé tu obra de lector...