Escribo en mi casa, en papeles sueltos o en cuadernos, a mano. En principio tomo notas y luego a partir de esas notas, de algunas de esas notas, surge determinada escritura. Por lo común estas notas están relacionadas con conversaciones, o son registros de situaciones mínimas o de relatos. Luego, no importa si es de día o de noche, pero sí que haya un cierto silencio, el silencio necesario para que esas palabras que están apareciendo cobren fuerza y se hagan oír. Para mí escribir es vivir en otra lengua. Recuerdo una vez que hablé con Mario Levrero, el día siguiente al que él terminara de escribir una novela; Levrero me decía que se había ido a vivir a esa novela. Bueno, en determinado momento, llegado a lo que considero puede ser la versión final, paso el texto a la computadora. En cierto sentido yo pienso la escritura de poesía de modo análogo al trabajo agrario. Aclaro que mi familia proviene del campo (y en parte ha vuelto, ahora, al campo) y al escribir poesía, en general, escribo sobre el campo. No obstante, yo no tengo tanto una experiencia directa del campo como de los relatos que he escuchado desde chico sobre el campo, sobre las cosechas, las tormentas, los animales domésticos y los animales salvajes, ciertos personajes fantásticos, etcétera. Pero volviendo a lo anterior: pienso que también yo hago mi "campaña" –como se dice en el campo-, que cada año, entre la primavera y el otoño estoy madurando determinada cosecha.
El plan aparece cuando esas notas van tomando cuerpo en un posible poema. No refiere a ninguna investigación ni lecturas en especial, es sólo definir cómo se va a estructurar el texto, cómo sería el cierre, qué tipo de voces se están tramando. Voy haciendo lecturas, pero no están referidas directamente a lo que escribo sino al hecho de escribir, "el oscuro desafío que me enciende", como diría Juan Manuel Inchauspe. Sí, los dejo descansar forzosamente, ya que publico de vez en cuando. En el 2000, por ejemplo, publiqué un libro, El General, que había escrito siete años antes. Y ahora estoy por publicar otro libro que empecé a escribir hace nueve años. En algunos casos –por ejemplo, en El General- prácticamente no hice corrección después del tiempo que dediqué a su escritura. Hay un modo, pienso, de dejar tranquilo a un texto, de advertir que ya no necesita de uno o que en todo caso es imposible corregirlo; y es cuando uno ya no puede entrar en ese texto. Cuando uno termina de escribir algo –y digo "termina" en el sentido literal- comienza a convertirse en un lector de ese texto, el texto se va volviendo extraño a uno, y uno mismo se aleja del texto. En ese sentido, aunque lo haya escrito, uno es como cualquier otro lector. Me pasa, con algunos poemas (y también con reseñas o artículos que hice), de sentirme absolutamente extraño, de desconocerme; no porque abjure de esos textos sino porque no sé, no comprendo qué me pasaba por la cabeza al momento de escribirlos. Es decir, lo he olvidado. Y agradezco el olvido, porque, como dice Barthes, es porque olvido que leo, y que escribo.
La corrección, cuando la hay, significa para mí ajustar el sentido de las palabras, el sonido de las palabras que uno asocia. Atenuar algún exceso. El sentido de la corrección también cambia con el transcurso del tiempo, uno no hace siempre el mismo tipo de correcciones, depende del trabajo que se proponga hacer con la lengua y con el poema. En algún momento me propuse trabajar sobre las posibilidades poéticas de determinados procedimientos narrativos. De la narración. Me propuse reinventar una lengua familiar, casera. Una lengua a la que sentía perdida, aunque a la vez sabía que nunca existió como yo la practicaba.
Sentí que tenía como un legado, y que ese legado se materializaba en dos libros, un libro de mi abuelo y un libro de mi padre. El libro de mi abuelo es un viejo libro de contabilidad que inició mi bisabuelo para registrar el movimiento del campo y que luego, abandonado y convertido en borrador, fue el lugar donde mi abuelo aprendió a escribir, donde ensayó su firma, donde transcribió canciones e hizo otros ejercicios de escritura.
El libro de mi padre es un herbario, que todavía conservo (como el libro de mi abuelo), con todas sus muestras (aunque ya secas, claro) y sus descripciones, los pequeños relatos sobre los ejemplares que había recolectado. Por eso he estado atento a las palabras y los modismos rurales que he escuchado, a las modulaciones de una lengua estereotipada y a la vez, no sé, sabrosa. Ahora, aun con esa misma lengua, quiero salir para otra parte.
La poesía se me aparece como un camino, un camino con vueltas, donde es raro cruzarse con alguien.
Poemas
Nota
Campo Albornoz era el nombre de una estancia en el sur de Santa Fe. No sabría ubicarla en el mapa, porque fue fraccionada y desapareció. Sin embargo, sobrevivió en el habla de personas que siguen situándola como punto de referencia, aunque no exista. Es decir que se trata de un lugar del lenguaje, no de la geografía.
O. A.
Campo Albornoz
I
Con un silbido largo
llamaba al Lucero
para ir echando putas
hasta el pueblo.
Ya en la última hora,
antes de salir al patio
y entonar como dormido
las estrofas de Aurora,
sus ojos picaban
por la calle ancha.
Era la palma de su mano
y se animaba al primero.
Listos, en sus marcas,
a ver quién gana, a ver
quién llega a la estación
para saludar el paso
del lechero;
a ver quién en la plaza
y el último
cola de perro.
La señorita
se quejaba de la tierra
y decía que mañana.
II
Quién te corría, digo,
sino el campo florecido
en el mediodía de verano,
los cuises asomados al borde
de la cuneta, intrigados
por semejante apuro,
los teros, que alzaban vuelo
a los gritos, como si dijeran
"aquí no se puede estar
tranquilo", cruzaban la huella
y se posaban del otro lado
y al rato, con quejas y reclamos,
volvían al punto de partida:
"esta es la última vez", decían.
III
En Campo Albornoz,
departamento Constitución,
provincia de Santa Fe
-escribió el sumariante-,
la señorita de tal,
directora de la escuela
rural, declara.
Desde el pueblo siempre
por la calle de la estación
llegaba en sulky
-tenía una capota roja
para sol del verano,
heladas o temporales.
Paraba en chacras
o por el camino
a esperar alumnos,
apuraba a la yegua
y ocho menos cuarto
podía llamar a fila
ante la bandera y dar
los buenos días
donde ahora no se oye
voz humana ni corre
más que el viento,
o el simple abandono,
ni hay cosa que diga
de nuestra vida.
Todos los grados
a su cargo, de marzo
a noviembre, años
y años sin falta:
salvo esa mañana
en que hallaron
bajo el sauce
al viejo que cuidaba,
frito de una puñalada.
Diario íntimo
En su cuaderno anota
el día de siembra
y la verdad de la cosecha,
la fecha y el monto
de cada lluvia, aclara
si hubo piedra y otra:
qué daño quiso hacer.
No se hace líos
con tantos números
pero a fines de marzo
como maleta de loco
lleva ese cuaderno,
uno que guarda
de la escuela rural,
forrado con papel araña.
Mide el agua caída
en la quinta
y al final de la trilla
compara las cifras
de la campaña presente
y la campaña pasada,
y otra: saca cuentas
del rinde por cuadra.
Y tiene una letra
tan clara que parece
dibujar sobre las líneas
de la hoja, bien parejos,
los surcos de soja.
Vademécum
Se aplica un sapo
-la parte de la panza
fría- y el dolor
de muelas pasa.
Un caldo liviano
es santo remedio
para ir de cuerpo,
dar una vuelta
a la casa apenas
uno se levanta
de la mesa cura
la falta de sueño.
Con telarañas
las cascaritas
no arden ni sangran
y si se agrega
algo de barro fresco
se acabó el llanto:
nadie se rasca
las ronchas que dejan
hormigas, tábanos,
abejas. Y la tos
se va con tomas
de agua y miel
cada cuatro horas
en cucharita de té.
Bizcochos
Te voy a dar algo,
dice, que en la ciudad
imposible de conseguir.
Son los bizcochos
de dulce de leche y coco
que él mismo hace.
Ofrece una bandeja
con sonrisa bien ancha.
Antes, se jacta, por la zona
repartía bochas como ésa
-y qué galletitas, qué masas:
una delicia. Hasta decir
basta, hasta que se cansaba:
salía antes que las gallinas,
con la chata rebalsada
y en una de esas llegaba,
capaz, a San Nicolás.
Entonces algo fallaba
en él, ya la semilla
del desastre de su vejez.
El bulto del cuchillo
que calzaba y hacía ver
por gusto. O las gansadas
tremendas para disculpar
el susto y los diálogos
y entreversos que mantenía
consigo mismo:
"-¿Cómo?
¿Si vienen de lo profundo
del maíz?
-Me roban, ¿y?
-¡Y no sé qué más!
-¿Cómo?"
El negocio se conserva,
ese es su orgullo,
aunque algunas vitrinas
desnudas, y tiene espacio
de vicio. A la madrugada
da vueltas al lado del horno,
más que nada por costumbre,
y la mujer que le ayuda
se aburre de estar sentada.
Es cosa de locos, los pocos
clientes son viejos sin dientes,
y encima la competencia
bolacea que sus manos
tratan la harina más barata.
Pero quién aguanta ahora
las bromas de otra época,
las carcajadas a solas.
El pan se vuelve piedra,
ya nadie se extraña, y él
amasa lo justo, o menos,
de martes a viernes,
y en fiestas y fin de semana
agrega los bizcochos,
unas cuantas docenas.
Alemanes
Son dos gotas de agua,
mejor dicho de aceite
y grasa.
El trabajo y los años
los retocaron parejo:
gruesos, retacones,
la palidez de la cara
realzada por qué mugre
qué negros los mamelucos
y el pelo colorado, igual
que si un golpe de viento.
Los mismos callos
endurecieron sus manos
en el aprendizaje
de los misterios
que animan lo mecánico.
Hasta en la manera de ver
las cosas, como si un cable
invisible los uniera.
"Cómo anda -dice uno,
por la marcha de un Hanomag-:
Ése no nos da de comer".
Y el otro arranca apenas
un segundo después:
"no nos da de comer",
repite, los ojos deslumbrados
por la inteligencia del cascajo.
O antes: "Cómo anda",
y a lo mejor frena y deja
al otro seguir lo que él piensa.
Y los dos, al conversar,
inflan las mejillas
enrojecidas y tratan
de decir, con pausas,
las palabras completas,
como si tuvieran la boca
repleta de tuercas.
Conocen los tractores
y las trilladoras que les llevan
desde su salida de fábrica,
vida y obra de cada máquina:
cómo anduvo en campo
con humedad o qué fuerza
para desencajar un acoplado.
Sin necesidad de salir
de la fosa, por el motor,
el temblor del piso
o la tierra que levantan.
No les resulta ajeno
nada de lo mecánico.
Bien entrada la noche
se ve luz en el taller:
los dos siguen con trapos
embadurnados, y el aceite
y la grasa, como el tinte
más natural de la piel.
La despedida
Has sentido, en tu corazón,
el desprendimiento de una rama que cae.
Juan M. Inchauspe
En sus últimos días
se puso más flaca
y arisca que de costumbre.
Apática: la voluntad
le faltaba. Pero ni quejas
ni lágrimas alteraban
lo serio de su cara,
y no quiso que fueran
con ánimos o sonrisas.
Le preguntaban:
-Pero qué le pasa.
-Nada, nada –ella;
y eso si contestaba.
El reposo aconsejado
por el médico que no pidió
no calmaba su cansancio
y las plegarias de la extraña
puesta de compaña y vigilia
al Cristo crucificado
sobre su cabeza, lo mismo
que si escuchara llover.
Le costaba entender
los consuelos que le daban,
abrir los ojos y enfocar
algún objeto o silueta
en la pieza en sombras.
Más que acostarse
se hundía en la cama
como si ya estuviera
donde te dije.
La comadre afligida
por el agua, la ventilación
del cuarto y el olor
de las sábanas, y el médico
que, vaya novedad,
la veía desmejorada,
seguían la rutina del drama
y por eso se engañaban.
Ladrones
I
Era noche tan cerrada
que ni luciérnagas
siquiera y de pronto
los perros comenzaron
un escándalo.
Ladrones,
pensó.
Echaban chispas,
y hasta perder la voz,
como si un extraño
o los que van de chacra
en chacra con carne
envenenada o qué sé yo.
Se levantó de la cama
e intentó hacer luz
en las esterillas. Nada,
pero aquellos seguían.
A la mañana encontró
un pobre gato destripado
-quién sabe de dónde-
y en el patio, a la vista,
para que él supiera,
una comadreja, bah:
las patas y la cabeza.
II
Comenzaban el día
con mates en la cocina
y la radio para saber
los rindes de la lluvia.
Discutían si el agua
caída y el cielo, hacían
pronósticos por su cuenta:
lo normal después
de recibir la tormenta.
Hasta que ella, con luz
de alarma en los ojos,
helada de pies a cabeza,
pidió que bajara el volumen,
silencio, que no se moviera:
le parecía escuchar
algo raro en el camino.
Él le hizo caso
por darle el gusto nomás
pero enseguida vio:
no estaba loca, no,
eran voces, por lo menos
dos, que circulaban
a pocos pasos, oh.
Ladrones, dijo ella.
Y él, callado la boca,
dejó el mate y salió
con la escopeta a ver
un camión atravesado
entre huella y cuneta,
justo ante las casuarinas
de la puerta,
y dos vestidos de barro:
vecinos del pueblo
que tenían la ocurrencia
de salir al camino. Pero,
¿cómo, en qué cabeza?,
preguntaron, y todavía
esperan una respuesta.
Con un silbido largo
llamaba al Lucero
para ir echando putas
hasta el pueblo.
Ya en la última hora,
antes de salir al patio
y entonar como dormido
las estrofas de Aurora,
sus ojos picaban
por la calle ancha.
Era la palma de su mano
y se animaba al primero.
Listos, en sus marcas,
a ver quién gana, a ver
quién llega a la estación
para saludar el paso
del lechero;
a ver quién en la plaza
y el último
cola de perro.
La señorita
se quejaba de la tierra
y decía que mañana.
II
Quién te corría, digo,
sino el campo florecido
en el mediodía de verano,
los cuises asomados al borde
de la cuneta, intrigados
por semejante apuro,
los teros, que alzaban vuelo
a los gritos, como si dijeran
"aquí no se puede estar
tranquilo", cruzaban la huella
y se posaban del otro lado
y al rato, con quejas y reclamos,
volvían al punto de partida:
"esta es la última vez", decían.
III
En Campo Albornoz,
departamento Constitución,
provincia de Santa Fe
-escribió el sumariante-,
la señorita de tal,
directora de la escuela
rural, declara.
Desde el pueblo siempre
por la calle de la estación
llegaba en sulky
-tenía una capota roja
para sol del verano,
heladas o temporales.
Paraba en chacras
o por el camino
a esperar alumnos,
apuraba a la yegua
y ocho menos cuarto
podía llamar a fila
ante la bandera y dar
los buenos días
donde ahora no se oye
voz humana ni corre
más que el viento,
o el simple abandono,
ni hay cosa que diga
de nuestra vida.
Todos los grados
a su cargo, de marzo
a noviembre, años
y años sin falta:
salvo esa mañana
en que hallaron
bajo el sauce
al viejo que cuidaba,
frito de una puñalada.
Diario íntimo
En su cuaderno anota
el día de siembra
y la verdad de la cosecha,
la fecha y el monto
de cada lluvia, aclara
si hubo piedra y otra:
qué daño quiso hacer.
No se hace líos
con tantos números
pero a fines de marzo
como maleta de loco
lleva ese cuaderno,
uno que guarda
de la escuela rural,
forrado con papel araña.
Mide el agua caída
en la quinta
y al final de la trilla
compara las cifras
de la campaña presente
y la campaña pasada,
y otra: saca cuentas
del rinde por cuadra.
Y tiene una letra
tan clara que parece
dibujar sobre las líneas
de la hoja, bien parejos,
los surcos de soja.
Vademécum
Se aplica un sapo
-la parte de la panza
fría- y el dolor
de muelas pasa.
Un caldo liviano
es santo remedio
para ir de cuerpo,
dar una vuelta
a la casa apenas
uno se levanta
de la mesa cura
la falta de sueño.
Con telarañas
las cascaritas
no arden ni sangran
y si se agrega
algo de barro fresco
se acabó el llanto:
nadie se rasca
las ronchas que dejan
hormigas, tábanos,
abejas. Y la tos
se va con tomas
de agua y miel
cada cuatro horas
en cucharita de té.
Bizcochos
Te voy a dar algo,
dice, que en la ciudad
imposible de conseguir.
Son los bizcochos
de dulce de leche y coco
que él mismo hace.
Ofrece una bandeja
con sonrisa bien ancha.
Antes, se jacta, por la zona
repartía bochas como ésa
-y qué galletitas, qué masas:
una delicia. Hasta decir
basta, hasta que se cansaba:
salía antes que las gallinas,
con la chata rebalsada
y en una de esas llegaba,
capaz, a San Nicolás.
Entonces algo fallaba
en él, ya la semilla
del desastre de su vejez.
El bulto del cuchillo
que calzaba y hacía ver
por gusto. O las gansadas
tremendas para disculpar
el susto y los diálogos
y entreversos que mantenía
consigo mismo:
"-¿Cómo?
¿Si vienen de lo profundo
del maíz?
-Me roban, ¿y?
-¡Y no sé qué más!
-¿Cómo?"
El negocio se conserva,
ese es su orgullo,
aunque algunas vitrinas
desnudas, y tiene espacio
de vicio. A la madrugada
da vueltas al lado del horno,
más que nada por costumbre,
y la mujer que le ayuda
se aburre de estar sentada.
Es cosa de locos, los pocos
clientes son viejos sin dientes,
y encima la competencia
bolacea que sus manos
tratan la harina más barata.
Pero quién aguanta ahora
las bromas de otra época,
las carcajadas a solas.
El pan se vuelve piedra,
ya nadie se extraña, y él
amasa lo justo, o menos,
de martes a viernes,
y en fiestas y fin de semana
agrega los bizcochos,
unas cuantas docenas.
Alemanes
Son dos gotas de agua,
mejor dicho de aceite
y grasa.
El trabajo y los años
los retocaron parejo:
gruesos, retacones,
la palidez de la cara
realzada por qué mugre
qué negros los mamelucos
y el pelo colorado, igual
que si un golpe de viento.
Los mismos callos
endurecieron sus manos
en el aprendizaje
de los misterios
que animan lo mecánico.
Hasta en la manera de ver
las cosas, como si un cable
invisible los uniera.
"Cómo anda -dice uno,
por la marcha de un Hanomag-:
Ése no nos da de comer".
Y el otro arranca apenas
un segundo después:
"no nos da de comer",
repite, los ojos deslumbrados
por la inteligencia del cascajo.
O antes: "Cómo anda",
y a lo mejor frena y deja
al otro seguir lo que él piensa.
Y los dos, al conversar,
inflan las mejillas
enrojecidas y tratan
de decir, con pausas,
las palabras completas,
como si tuvieran la boca
repleta de tuercas.
Conocen los tractores
y las trilladoras que les llevan
desde su salida de fábrica,
vida y obra de cada máquina:
cómo anduvo en campo
con humedad o qué fuerza
para desencajar un acoplado.
Sin necesidad de salir
de la fosa, por el motor,
el temblor del piso
o la tierra que levantan.
No les resulta ajeno
nada de lo mecánico.
Bien entrada la noche
se ve luz en el taller:
los dos siguen con trapos
embadurnados, y el aceite
y la grasa, como el tinte
más natural de la piel.
La despedida
Has sentido, en tu corazón,
el desprendimiento de una rama que cae.
Juan M. Inchauspe
En sus últimos días
se puso más flaca
y arisca que de costumbre.
Apática: la voluntad
le faltaba. Pero ni quejas
ni lágrimas alteraban
lo serio de su cara,
y no quiso que fueran
con ánimos o sonrisas.
Le preguntaban:
-Pero qué le pasa.
-Nada, nada –ella;
y eso si contestaba.
El reposo aconsejado
por el médico que no pidió
no calmaba su cansancio
y las plegarias de la extraña
puesta de compaña y vigilia
al Cristo crucificado
sobre su cabeza, lo mismo
que si escuchara llover.
Le costaba entender
los consuelos que le daban,
abrir los ojos y enfocar
algún objeto o silueta
en la pieza en sombras.
Más que acostarse
se hundía en la cama
como si ya estuviera
donde te dije.
La comadre afligida
por el agua, la ventilación
del cuarto y el olor
de las sábanas, y el médico
que, vaya novedad,
la veía desmejorada,
seguían la rutina del drama
y por eso se engañaban.
Ladrones
I
Era noche tan cerrada
que ni luciérnagas
siquiera y de pronto
los perros comenzaron
un escándalo.
Ladrones,
pensó.
Echaban chispas,
y hasta perder la voz,
como si un extraño
o los que van de chacra
en chacra con carne
envenenada o qué sé yo.
Se levantó de la cama
e intentó hacer luz
en las esterillas. Nada,
pero aquellos seguían.
A la mañana encontró
un pobre gato destripado
-quién sabe de dónde-
y en el patio, a la vista,
para que él supiera,
una comadreja, bah:
las patas y la cabeza.
II
Comenzaban el día
con mates en la cocina
y la radio para saber
los rindes de la lluvia.
Discutían si el agua
caída y el cielo, hacían
pronósticos por su cuenta:
lo normal después
de recibir la tormenta.
Hasta que ella, con luz
de alarma en los ojos,
helada de pies a cabeza,
pidió que bajara el volumen,
silencio, que no se moviera:
le parecía escuchar
algo raro en el camino.
Él le hizo caso
por darle el gusto nomás
pero enseguida vio:
no estaba loca, no,
eran voces, por lo menos
dos, que circulaban
a pocos pasos, oh.
Ladrones, dijo ella.
Y él, callado la boca,
dejó el mate y salió
con la escopeta a ver
un camión atravesado
entre huella y cuneta,
justo ante las casuarinas
de la puerta,
y dos vestidos de barro:
vecinos del pueblo
que tenían la ocurrencia
de salir al camino. Pero,
¿cómo, en qué cabeza?,
preguntaron, y todavía
esperan una respuesta.
De, Campo Albornoz
Osvaldo Aguirre
Osvaldo Aguirre (Colón, Buenos Aires, 1964) vive en Rosario. Integró el Grupo de Arte Experimental Cucaño y estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Publicó los libros de poesía Las vueltas del camino (Tierra Firme, 1992), Al fuego (Tierra Firme, 1994) y El General (Melusina, 2000), las plaquetas Narraciones extraordinarias (Vox, 1999) y Ningún nombre (Dársena 3, 2005), las novelas La deriva (Beatriz Viterbo, 1996) y Estrella del Norte (Sudamericana, 1998), los libros de cuentos La noche del gato de angora (Fundación Ross, 2006) y Rocanrol (Beatriz Vierbo, 2006). Editó las obras poéticas de Arturo Fruttero y Felipe Aldana, publicadas por la Editorial Municipal de Rosario. Edita el suplemento Señales del diario La Capital, integra el consejo de redacción de Diario de Poesía y colabora (o ha colaborado) en Radar, Punto de Vista, Bazar Americano, Vox, La Pecera, El Jabalí, Hablar de poesía, La ballena blanca, Nadie olvida nada (San Salvador de Jujuy) y Ángel de lata (Rosario), entre otras publicaciones.
5 comentarios:
Como no intrigarse por la picardía y serenidad que emana, Osvaldo, de los ojos de ese niño y de sus manos, que esperan, sentado él, mostrándose ellas, sabiendo que todo y todos irán hacia él, sin que tenga que hacer él, el más mínimo movimiento.
Viviana, gracias.
hola osvaldo, soy de la u.n.r. estoy estudiando la experiencia cucaño, como me puedo contactar con vos?
gracias!
caren
por las dudas, mi mail es carenhulten@hotmail.com
saludos
Hola Osvaldo.
Me gusta tu estilo y después de leer tu libro "Enemigos Públicos" se me despertó la curiosidad acerca del cementerio hebreo de Granadero Baigorria.
Soy fotógrafa y estoy investigando sobre este tema para poder contar la historia en fotos.
Me gustaría contactarme con vos, no te robaría demasiado tiempo.
Si podés despejar algunas dudas te lo voy a agradecer.
Mi mail es erikafayolle@hotmail.com
Desde ya muchas gracias.
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