domingo, diciembre 30, 2007

EDGARDO ZOTTO


un domingo de invierno en el Parque Independencia con mi padre y mis dos hermanos (mellizos) mayores en el año 1949



Puedo escribir en cualquier parte, a cualquier hora y sin ninguna ceremonia. En los últimos tiempos por obligaciones laborales, escribo poco y mal en las salas de espera de los aeropuertos argentinos o en los hoteles. A veces viajando en remis a Buenos Aires o a Santa Fe.
Nunca tuve un “lugar propio” y dudo ya que lo vaya a tener. No por falta de espacio en las casas en que he vivido; más bien por inciertas prohibiciones internas o por puro amor al desorden y a los vaivenes del azar.
En una época (hace más de diez años) viajaba en mi auto todos los miércoles a Buenos Aires para participar de un grupo en la casa de Arturo Carrera (también coordinaba D.G. Helder) y la mayoría de las veces no tenía nada escrito para llevar y de pronto –durante el viaje- con la mente en blanco, llegaban unas líneas, una imagen o una frase y detenía el auto en la banquina, al costado de la autopista y escribía en los márgenes de un diario esas palabras y después las pasaba en limpio en el bar de la estación de servicio de San Pedro o Zárate y ya en la reunión leía el manuscrito, un poco avergonzado, mientras los demás llevaban decenas de folios A4 de computadora, prolijamente anillados, en carpetas transparentes, con títulos y subtítulos en distinta tipografía, con citas prestigiosas.
Es posible que esos textos se hubieran estado escribiendo en algún rincón de mi cabeza o de mi cuerpo desde antes y de pronto se vislumbraba una forma o la sombra de una forma. Veía de pronto el hilo y tiraba de él y algo –un objeto- iba apareciendo.
Durante largo tiempo viví el proceso de escritura como una imposibilidad o al menos como una dificultad muy grande, que por años funcionó eficazmente y paralizó todo proyecto.
A pesar de haber llenado papeles y cuadernos, desde –digamos- los años de la escuela secundaria, siempre me negué a considerarme un escritor. Pero en forma misteriosa, dentro mío algo permanecía.
A mediados de los 90, literalmente me enfermé (tuve una fiebre rara) y desde el lecho de la enfermedad tomé coraje y llamé al teléfono de un aviso del Diario de Poesía y atendió Arturo y ahí empezó la pequeña historia.
Escribo a mano, con birome o lápices (las buenas lapiceras las he perdido siempre) en una hoja cualquiera, sin renglones; puede ser el reverso de un volante de publicidad, una boleta, o el cuadernito que me trajo una hija, de Praga o el que me trajo la otra del Perú.
De a poco voy pasando los borradores en limpio en la computadora. Tiempo después los imprimo y los empiezo a llevar conmigo a todas partes, entre las hojas de un libro, en la agenda o adentro de un diario doblado.
Llevo las hojas a todas partes, las saco a pasear. Van conmigo a la oficina, a la sala de espera de un médico, a un viaje de trabajo o de turismo. A veces los releo y surgen correcciones. Otras veces decido la destrucción o salvar una línea. Generalmente sólo quedan ahí, como esperando, algo que no sé que es.
Después cuando vuelvo a corregir unos cuantos y a pasarlos una vez más en limpio, se los suelo hacer leer a un poeta amigo/a y escucho sus críticas o sugerencias. Siempre aporta algo la mirada de los otros. A veces a partir de esas opiniones vuelvo a corregir, otras veces no.
Después de un tiempo (pueden ser meses de haber comenzado el proceso) siento la necesidad de armar el libro, con esa masa informe y poco a poco se va cerrando el círculo y de pronto siento que está terminado, cuando empiezan a aparecer otros textos que me parecen distintos (otra entonación, otra textura, otros temas) y me hacen pensar que la historia puede continuar y que siempre hay (habrá) la espera, la esperanza de un nuevo libro por venir.


Poemas 


Sentarse a leer
el desmesurado libro de las horas
y que sus páginas temblorosas
no pasen demasiado rápido

***

Vértigo del pasaje
del paisaje a la página
Fugaces escenas nacidas
para llegar a la blanca superficie.
Paisajes movidos.
Mínimos paisajes.
Certidumbre de lo que no pasa.


El último en hablar

No es que no tuviera pensamientos
Se le escurrían demasiado rápido
entre las grietas de las cosas.


I

No me conozco, dice,
no sé nada de mí.


II

Todo el tiempo la pregunta:
¿cómo pudo ser que llegara
a este estado de cosas?


III

En la noche, en el cuarto cerrado,
a oscuras, en posición fetal, solo
bajo el techo que cruje
por el peso de la lluvia,
vuelve a contarse a sí mismo
la vida de aquellos días.

***

Cavar, cavar
hasta que algo aparezca:
piedras, metales roídos, raíces
de la mente.
Cavar, cavar
hasta que entre el aire por el hueco
y restaure el hilo
y que las cosas dentro suyo
se vuelvan a unir.


Lluvia final

Que no pueda cumplirse
Ninguna profecía
Que el pasado cambiante
no tenga quien lo recuerde.
Que el polvo de nuestro huesos
planee liberado sobre un fondo negro
en un sitio helado.


Notas para un manifiesto objetivista lírico


I

¿El principio o el final del bulevar?
Ya no es otoño y el río apenas se mueve.
El techo del Valiant descolorido
completamente cubierto por la nube
de flores de jacarandá.

II

En el parque donde una vez
la soga del ahorcado colgó
los chicos de la calle
nadan desnudos
en la fuente del centauro.

III

El ataúd: un charco escaso
en la plaza vacía.
En su lecho
el gato muerto y el perfume
de las magnolias ajadas.

IV

Debajo del pino,
sentados en su brillo
el anciano en la silla de lona
y el perro negro, a sus pies.
La lluvia no deja de caer:
el rayo no cayó.

***


Cae cayó caerá
una lluvia oscura
en el impluvium
de su rara memoria.

De,  Impluvium




Relatos de un inmigrante, circa 1960

Los grandes, concentrados en el vaso
oscilan entre el desinterés y la incredulidad.
El círculo de los chicos
sentados en el límite del pasto y la vereda,
oye enmudecido las historias.
Nítidos los ojos oscuros
de los soldados de Basilicata,
la luz de los muertos
bajo un cielo traslúcido.
La materia áurea y tenebrosa,
entrevista por los niños en la duermevela
una y otra vez, un sol hecho de otros soles
de la noche, construido con los fuegos
de los que no terminan de desaparecer.


Restos

Queda un jardín
territorio de alimañas


un mar de florcitas salvajes
resiste.


Quedan los fragmentos de un libro luminoso
adheridos por la lluvia
a lo que fue una silla de espera


resquicios de un color
en la quietud de los rincones


signos de la luz


señales en la tierra


restos de una civilización personal
que se niega a desaparecer.



Última vez que se alude a ella


Cae el fruto aún verde


Cae la hoja espiralada.


La flor que se deshace
cae en esquirlas amarillas.

Cae una brizna tocada
por el último rayo del oeste.

Todo cae, todo vuelve a caer
al pozo sin fondo
de su memoria inútil.



En fila



Siguiendo la línea de semillas
cuneiformes, resecas por el sol,
se alcanza el incierto centro de la isla.


En el borde, hacen guardia
los girasoles de cabeza caída,
oscuros, entre el cielo añil
y los senderos de ceniza.



Resistencia



Unos años después
reaparecen
en el fondo del cajón
las minúsculas escamas
del chili, del ají.

Fueron molidas por manos diáfanas
y ahora yacen en el rincón más oscuro.

Se han perdido los perfumes
y el picante sabor que adormece
las bocas inexpertas.

Pero en los pequeños sacos de arpillera
con el rostro de un maya dibujado,
aún resisten los colores.




El día del coloquio


Un día perfecto
para no hacer nada;

la nube pintada por Bonnard,
corre más allá de la línea
del párpado entrecerrado.

Ya no tan extranjero
ni a la espera de cambios leves.

La rodilla ruidosa deja de doler
y el mar sigue rugiendo lejos, tan lejos,
aunque al costado la gramilla crece
y aparecen unas violetas escuálidas
que reclaman atención.

En el momento de estirar los brazos
detrás de la cabeza adormilada,
huyen las voces insistentes.

Sin pensar, sin esperar, sin desear nada,
después de tanto tiempo puedo envolverme
en la novedad del silencio.



Visitantes




No espera a nadie
pero alguien llega


entra el que no reconoce


también el holograma
de un rostro enjuto que pronto se desvanece

y un animal enorme, real,
un puma desafiante

un cuerpo en su armadura
y una mujer que transparenta la consistencia de lo soñado.

Así el vacío del que no espera
se va llenando.


Inesperados visitantes
entran y salen de un cuadro desenfocado
que alguien parece proyectar
desde un lugar desconocido.



Con Renata en el Parque

En el túnel lustros de los árboles
mi hija lee las escasas palabras
que en otro libro escribí para mi padre.


Callada parece temer
su desprotegida emoción.


En la luz sin ojos de la mañana
lo gris se ilumina


Un agua leve enciende su mirada.




Lo mínimo



I

Mariposas blancas
enlazadas, abrazan
el invisible muro



II

En el estanque dormido
una, dos, tres ranas
recién nacidas.


Entre el agua y el brillo
del pasto que ondula
la calma definitiva
o la voluptuosa iluminación


Diminutas formas luchando
por salir, por renunciar
al límite



III

Lo que sueña
se sumerge
en la bruma
del arroyo


Y vuelve
en la canoa
vacía


De, Restos de una civilización personal





Mellizos

Juegan en la plaza.
En los brazos retorcidos
los moños de comunión.

Exhibidos frente al busto de Saavedra
reparten estampitas
de bordes dorados,
vuelven al juego.
Uno entierra un zapato de charol
en la arena húmeda.

El otro pisa las flores
del cantero

Después de las fotos
alguien viene a buscarlos
pero no dejan de jugar.

No quieren irse, no, juegan
a matarse.


Siesta


Sueña al sol
tendido en la hierba seca

A su lado pasa
la caravana interminable
de las hormigas.


Saltos


El perro salta contra el árbol
ladra con furiosas embestidas
a la comadreja que nadie ve.

Como nosotros
a los saltos, gritando
hacia la nada.


Cocinero Zen

Al sol ardiente
seca los hongos
en el patio del Buda.



En Trelew

Sólo queda
el infinito viento
arrastrándose
en los pastos secos.

Tus ojos miran el camino
del aire en movimiento.


En Salta


Vino y agua
y esos triángulos
que guardan
diminutos dados.


Una simetría sabrosa
bajo la luz de oro
de las fornituras.


Zumbido de una mosca
en el almuerzo duradero.



En el parque de la Bandera


En la rama del fresno este otoño
alguien la dejó olvidada.

O se arrepintió sin animarse
a terminar con su vida miserable
ese día y bajo esa luz.
¿O tan sólo fue un simulacro
para asustar a quien se ama?

Indiferente a cualquier avatar
de los sentidos, sujeta a un nudo firme
la soga, se balancea.


El sueño de los perros

El perro gime en sueños

"Los perros sueñan", dijo Borges
en la Escuela Freudiana.

Ella va más lejos, inventa una teoría
sobre el sueño de los perros;
"no olvidan ningún sueño, los acumulan
como los huesos enterrados en el jardín,
para cuando se quedan solos".



Escrito en un tren

Cada palabra
donde debe estar

no
una al lado
de la otra

no
una debajo
de la otra

cada palabra
en su lugar

cada una
en el misterio
de la otra.


Imán

Más que un corazón
un imán

una fuerza que atrae
imperceptiblemente
todo lo que pasa a su lado

lo que arrastra
cada una de las íntimas virutas
de un cosmos parcial
que sólo nos desarregla.


Dioses, os pido


Que no falte
la hoja de papel
ni el lápiz afilado.

Que no termine
la sed ni las ganas
de seguir

Que advenga lo intemporal.



Otro Funes


Quiso olvidarlo todo,

no sólo el nefasto arbitrio
que trajo el dolor.

Borrarlo todo:
lo más dulce
y lo terrible.

Quiso cubrir
su historia entera
con algo parecido
al magma denso
del volcán:

ser
de aquel Funes acosado
el fiel reverso.


De, Memoria de Funes





comunión en la Iglesita de un barrio del sur de Rosario, en la calle Ayolas y Bv. Oroño las dos calles fueron citadas en algún poema



Edgardo Zotto


Edgardo Zotto nació en Rosario en setiembre de 1947, donde ejerce su profesión de abogado. Publicó Memoria de Funes (1998) y Restos de una civilización personal (2001) en Editorial Tse Tse. En 2004 Impluvium en Editorial Siesta.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Una delicia recorrer cada línea, cada palabre, cada pensamiento.
Mirta

Anónimo dijo...

lo descubro como poeta. Su poesía, una maravilla.
Susana.