sábado, diciembre 29, 2007

RAQUEL GARZÓN




Me encantan los ritos y me gustaría poder asociar la escritura con una luz particular o una música señalada, algo así como un humor que anticipara la ceremonia. No es así, sin embargo. Escribo donde puedo y defendiendo la poesía como el escenario más puro de mi libertad: a veces artesanalmente en la libreta destinada (tengo muchas que compro y escojo personalmente; recuerdo en qué ciudad del mundo me enamoré de cada una de ellas) o en un archivo de Word –suerte de cajón de sastre– bautizado ad hoc. Otras, a los apurones, en una servilleta de papel donada por el bar de la esquina, en el reverso de una factura del gas o en las páginas blancas (salvadas de la rutina) de la agenda que llevo en la cartera para ordenar la semana. El silencio, la música o el ruido de esos versos son los del momento en que decidieron presentarse sin pedir permiso, a veces como un poema íntegro; otras, como una frase, una imagen o un disparo.
La búsqueda cambia de libro a libro. En los primeros, la espontaneidad -ama y señora, casi irreverente diría- fue encontrando, braille y tanteo mediante, su propia forma para celebrar el lenguaje en juegos de palabras insinuándose en horizontal y vertical (Crucigramas) o el asombro como señal de identidad (Cataclismos). Creo que Poemas grises marcó un cambio para mí, en el sentido de escribir con la idea de explorar poéticamente un tema, de construir un territorio.
El mapa o plan de esos hallazgos, si existe, va desarrollándose con la escritura y puede alterar la idea-guía inaugural. Los poemas de Riesgos de la noche, por ejemplo, se sinceraron nocturnos cuando ya tenía varios escritos a pesar de que, en principio, no hubo premeditación en su oscuridad.
Siempre, antes y después del poema, creo mucho en la intuición y le cedo la palabra para ver hasta dónde me lleva. Eso vale también para las lecturas que me hacen compañía mientras escribo y que siguen conmigo cuando el poema se apaga. Recuerdo pocas épocas de mi vida en las que haya podido leer tanto y tan deliciosamente como en 2003 y 2004, años contemporáneos a la escritura de Monstruos privados: tenía el tiempo, las ganas y todas las bibliotecas de Madrid a mi disposición. Sé que todos esos libros (esencialmente de narrativa y no necesariamente relacionados con el tema de esa serie: una reflexión poética sobre los temores cotidianos) resuenan como ecos en sus páginas. No los busqué, nos encontramos y esa coincidencia alimentó mi escritura. A veces, blanqueo algunas de esas lecturas en los epígrafes que acompañan los textos. Pero, por lo general, son muchos más los libros que disfruto que los que puedo citar.
Tengo desde siempre la casa llena de papeles. Adicta a la celulosa o desordenada fenomenal, lo cierto es que estos amuletos guardan discretamente mis conjuros: en ellos, callada por timidez o misteriosa sólo por coquetería, duerme alguna línea, escrita una tarde cualquiera como comienzo o final de un poema, sentida de alguna secreta forma imprescindible y candidata, por eso, a sumarse a las que apiño entre libros y carpetas. ¿Es la espera una estación necesaria de la poesía? No lo sé, pero intuyo esencial cierto reposo. Así que escribo, guardo y espero.
Un buen día, después de apilar -a veces por años- poemas de mañana, tarde y noche, algo en mí dice que el silencio ya hizo su parte y que hay que pasar a lo que sigue: leer, retomar, ver si en la vida vivida, pensada y escrita en esas horas, duerme un libro.
De ese renovado cuerpo a cuerpo con el texto algunas páginas salen intactas y otras rescritas. La oportunidad y el límite de esa intervención los marca la respiración de lo escrito (sí, los poemas son seres vivos, que tienen un pulso propio, taquicardia, fitness o letanía). La corrección, ese espacio que nos permite reencontrarnos con la página y jugar a leerla y trabajarla como si fuera de otro, nunca debería distorsionar el tono (¿halo? ¿clima?) original del poema, que representa el instante en que, como una chispa, se encontró con algo capaz de arder y quedó escrito.
Digamos que voto por la corrección, pero no soy fanática: me parece imprescindible generar una instancia para releer y repensar los textos, aún cuando muchos de ellos salgan iguales a sí mismos de ese territorio.
Muchos de mis poemas nacen en la calle, mientras camino. Aparece una frase y la sigo por cuadras, desovillándola.. A veces lo más difícil, cuando no tengo dónde apuntarla inmediatamente, es repetirla lo suficiente –perseverar en ella- como para que se salve de la multiplicidad de estímulos (semáforos, coches, ruidos, mi propio andar ...). Otros poemas salen de un tirón y reinciden en su forma incluso cuando, tiempo después y tras haber dejado descansar el texto, vuelvo a ellos. Son esos raros casos en los que uno siente que agregar una coma desvirtuaría la música primera.
Por cierto, hay “poemas quietos”: los que llegan porque sí, sin traslaciones, a solas en mi escritorio, celebrando el día con una taza de café y escuchando algo de música. Pero también me van los medios de transporte, en especial los trenes. He llegado a escribir casi periódicamente y con cronómetro en el lapso de las cinco estaciones de subte que van entre Diego de León y Suanzes, del metro de Madrid. Cuando leo alguna vez esos textos en recitales o entre amigos casi puedo escuchar como ruido de fondo, suerte de banda sonora privadísima e incompartible, el traqueteo de las ruedas en los rieles.
Los viajes han sido fenomenales disparadores de poesía en mi vida. Con esa coartada, cada vez que puedo me embarco y me dejo atravesar por la sensorialidad extrema que los rodea.
Me cuesta escribir poesía todos los días, pero me gustaría: cuando un poema logra decirnos, curiosamente encastra todas las piezas del rompecabezas de nuestra vida, expresa algo de otro modo intransmisible, nos ayuda a hacer contacto con el mundo. Por eso espero el próximo (y el que le sigue y otro más...) con algo parecido a la fe o el fervor.





Poemas


Estos poemas fueron escritos en Madrid en diversas libretas y con varias paradas de subte por escenario, durante 2003 y 2004, barajados en Buenos Aires cuando el 2005 tocaba a su fin y publicados en Córdoba en 2006 con el eco de esas múltiples estaciones. Fiel a ese vagabundeo, su galería de personajes y situaciones recorre inercias, cacao, vampiros y otros cucos -propios y ajenos- con arbitraria y despreocupada pasión. De la primera a la última letra han mediado algunas maravillas: las partidas ilusionadas, los asombros intactos, los benditos regresos. La mayor de todas ellas, sin embargo, esperó por mí 35 años, aún no tiene dientes y es el viaje más intenso que ha emprendido mi humanidad. Justo es, pues, que su mamá le dedique estas líneas:


A Julián, que no heredará nuestros monstruos.



Entrevista con el vampiro


La bestia, corazón de estaca,
no ayuna por piedad.
Huele a frío,
el viento se embolsa en las cortinas
y has aprendido a perder.
Muerde,
tiemblas,
rojo el cuello blanco,
y la delicia pasa de ti
como de Dakar, la nieve.



Huellas del aroma


Mi rareza consiste,
larga e incauta,
en llevar al extremo del tacto
la palidez de tus besos
y ponerte en perfumes
como otros, en palabras:
Café, coñac, naranjas.


II.


Al despertar
él,
un picor de comino,
ojos de salvia lidiando con el sol,
voz áspera y curry, sobre el mediodía.
Una luz mandarina
para celebrar el aire.


El escapista


Tu patria es lo incierto.
Ese botín de humo
que no poda su silueta.
Un mapa de escalofríos
con ripio en las venas
y el vicio de apuñalar.
La noche que se cierra
como un vientre de plomo
y los ojos del búho,
que hierven insomnios.
Tu patria es desear,
en cada nervadura,
un roce que no llega.


Franky y yo


No presumas ya de cicatrices,
que cada quién tiene su rosario de costuras
y para terror, querido monstruo,
sobran las nubes de gritos y anís,
que dibujan los vecinos
cuando ella amenaza con irse
y él la eclipsa en la enésima tunda:
Pan y prontuario ofrece el cine de su barrio.
No te quejes, Franky.
Tu miseria paga con literatura,
se esmera en celuloide
sin goteras ni escorpiones masticándose tu cama
y te ahorras ver
cómo muta el testigo en cómplice
con cada silencio.


El cansancio


Todo este circo arrollador
las bondades y las farsas
el alba de los pescadores
y la humillación de la red vacía
flagelarse y descreer
la intimidad de los rincones
una tarde de hace 20 años
y la vaga complicidad que obró Vermeer
los trucos del amor
producir
replicar
reproducirte
por la magra calma de sentir
que no has vivido en vano.


Flashback y versión de infancia


Anoche nomás,
hace casi 30 años,
tenía un libro de Verne entre las manos,
cierta ansiedad al llegar a la tabla del 9
y una fascinación por la química
que no me ha acompañado hasta aquí.
Mi color era el rojo,
mi día, el viernes
y el verano, ese bosque,
mi teoría acuática de la felicidad.
En esta foto mi madre me lleva de la mano
y su roce es un túnel de regreso
a las mil tortugas de mi infancia
que gastaron un nombre siempre igual:
Cleopatra.
Tengo 10 años,
soy la mayor de cuatro hermanos,
duermo en un cuarto de muebles blancos
y en mi casa no se puede envejecer
(papá es cirujano plástico).
Temo no estar a la altura de lo inalterable.
Creo que, si Dios existe,
se esmera en ello los domingos
cuando mi abuela nos lleva a La Merced
y rezamos al Señor de los Milagros,
mareados en incienso,
oraciones importadas del Perú,
que repito aun dormida.
Nado bien, tiro al blanco
y cuando crezca
quiero dar la vuelta al mundo en bicicleta
aunque no llegamos ni a Cosquín en la última excursión...
La velocidad traga el resto del paisaje:
Sigo siendo esa urgencia.


Meditación del fuego


Leño, apiádate de mí.
Cuesta arder,
el cosmos se resiste a mis cortejos.
Hay hielo en la raíz de cada cosa.
En todo lo que toco y temo,
peste añil,
humedad de aguaviva.


Para olvidarse mejor


Un hueco, un silencio,
un despojo mínimo,
imperceptible para otros,
esa grieta nerviosa en tu archivo de recuerdos,
polvo,
niebla,
lluvia ácida.
En esa gota de tu vida vacilas, extranjero.
No eres lo que no conservas
y otro alguien, a su ritmo,
ha perdido tu nombre para siempre.
Magia negra,
la edad fuerza las renuncias.
Envejecer también es alejarse.
Curiosa equidad
que borra por igual deslices y noblezas,
la amnesia hermana.
Bendice su baño de inocencia:
Quien te olvida te aligera.



Vanidad del bonsái


Yo, frivolidad,
me crezco en lo pequeño.
Por mí no pasa el tiempo,
la distancia no me roza,
mi pecho es de coral.
Me bastan el agua y la sed,
para entender el libro de la vida.
El detalle es algo inmenso.


Cacao


Al dios negro de mis horas sin café,
punzón amargo,
hielo seco de la mejor estiba,
nada de azúcar
ni celofán,
ni mariposas en la proa.
Alcanzan el hachazo de sabor,
el trópico perfume,
ser moneda y testigo,
un hijo sagrado de la selva.
Pura droga dura,
toda América en un grano,
cacao.


Clasificados


Compro
corazón piedra preciosa
capaz de levitar,
blindado contra la cirrosis,
con artes de mujer fatal y GPS
para noches de ronda.


II.


Se busca
bonzo militante
dispuesto a vivir con desmesura
como un piromaniaco
invitado a ser su propio infierno
con el fin serio de indagar
el engranaje de las llamas.


Edimburgo en un pub

Hay una porción de oficio que se niega.
Cambia de rostro y de melena,
pero es siempre la misma:
Membrillo de lava, te escalda y se va.
Rehén de lo que no entiendes,
sueñas nombres para todo lo que existe,
mientras juntan polvo los libros que veneras.
Tu ansiedad de tiza va sin suerte a la marea:
La hoguera que escribes no quema,
tu lengua es un barco sin mar.
Se curan en cebada las certezas del dolido.
Lo amargo persevera sin música.


La cruz del sur


Hambre de huir,
la deriva fue tu amarra.
Sólo el aire no aferra ni conjuga.
Tú eres de un lugar.
Un árbol que se eleva
a la luz de cierta hora,
el calcio de tus muertos
sabiendo qué te tuerce.
Perteneces.
Hay tierra en tus resortes y te marca.
Cruza el sur, sura el sur:
Es tu savia, tu infierno,
tu miel y tu retranca.
Lo que eliges sin saber
que te ha escogido antes.
Vas
con sus dientes al cuello
sin remedio,
hundida hasta la fiebre en sus calderos.
Que su sombra de hoy no te anochezca:
Cada bandera
inventa su ambigüedad,
perfecciona su mal,
virus enciende
y ambiciona,
por fin,
su mejoría.


Lo innombrable


Felicidad, dijo.
La boca se borró de pronto.
Cayó la dentadura,
de a uno,
cada rastro de oliva,
la nariz,
las pecas,
en infinita demolición.
Tabula rasa,
brilló la cara manca de la luna.
Dice un proverbio chino:
Mujer sin rostro no sonríe.


De, Monstruos privados


Raquel Garzón



Raquel Garzón nació en Córdoba, Argentina. Actualmente es editora de Ñ, la Revista de Cultura de diario Clarín de Buenos Aires, y colabora regularmente con las secciones Cultura y Babelia del madrileño EL PAÍS. Ha publicado cinco libros de poemas: Crucigramas, Cataclismos, Poemas Grises y Riesgos de la noche y Monstruos Privados. Abogada por la Universidad de Buenos Aires y Master en Periodismo de la Universidad Autónoma de Madrid / EL PAÍS, ha sido becaria de la IJP (Internationale Journalisten Programme), de Alemania y de la Fundación Antorchas, de Argentina.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy buena la selección de poemas de la autora.

La verdad es que en la actualidad no soy lectora asidua de poemas, por considerarlos en muchos casos cursi, aburridos e inentendibles.

Sin embargo escritos de esta calidad me ayudan a romper con esos mitos y prejuicios que tengo.

Los temas de estos poemas diversos y me siento identificada con más de uno.